César Montoya


Es una odisea encontrar el título para un libro. “Don Quijote de la Mancha” de Cervantes, “Confieso que he vivido”, de Neruda, “La Canción del caminante” de Silvio Villegas, “Cien años de soledad” de García Márquez, “El viejo y el mar” de Hemingway, son ganchos sugestivos para el apetito intelectual. Azorín escribió sabiamente: “Los títulos son difíciles; cuesta mucho trabajo encontrarlos... o se encuentran desde el primer momento, y en ese caso todo el libro futuro gira en torno al título. El título da prestancia al libro; debe ser airoso...”.
No sé cómo Ramírez Rojas, encopetado turpial de los balcones, halló una carnada estética tan provocativa para esta publicación: “Cuando el amor desnuda las palabras”. ¿Cómo te inventaste Jaime ese rótulo que invita al clandestinaje de un rebozo alcahuete? ¿Cómo lo adivinaste para encapsular en rutilante frase este poemario que te da rango singular en las letras colombianas?
La palabra, Jaime. Fue Dios el primero en utilizar el lenguaje cuando en la inmensidad de la nada, dijo “hágase” y el universo fue. Es plana oarista aguda, se convierte en sedativo o aguijón, es campanazo en las alboradas o fatiga durmiente en los céfiros, tiene la inmensidad del océano o es modesto hilillo de agua que se descuelga por las laderas, precipita tempestades o es remanso dormilón, es proclama enardecida en los combates o bandera blanca en los armisticios, coqueta a veces, remilgona y esquiva, o guapa y viril en los campos de Marte.
La palabra es un ser viviente. Nace en las cunas con menudos balbuceos, tiene pubertad díscola, crece y se apodera de los escenarios, es imperial y dominante, tiene dejo cansado en los crepúsculos pero nunca muere. Siempre retoña, es manantial de aguas vivas, está alimentada por lampos de
eternidad.
Yo tengo, Jaime, una modesta biblioteca. Muy temprano despierto mis libros que han dormido plácidamente, los sustraigo de la somnolencia, abro ventanas para que ingresen bocanadas de aire puro, respiren y ensanchen sus pulmones, me extasío mirándolos, acaricio morosamente sus lomos, los mimo, trabo con ellos deleitosos coloquios. Por aquí, en el centro de esta estantería, está Don Quijote, viejo loco regañando a su escudero gordiflón, flota allí ensombrillada por sus faldas Isabel Allende, incitan todas las creaciones de García Márquez y unos y otros más, se integran en diálogos intemporales que capto y precariamente asimilo.
Jaime: eres culpable de esta logomaquia. Me cautivó el poemario “Cuando el amor desnuda las palabras” y he olvidado que debo referirme a su contenido.
Eres un mártir del amor. Hay masoquismos que tallan el alma en los abandonos, torturas espirituales, pañuelos blancos agitados en las despedidas, y renacimientos cuando el perdón cancela los dulces altercados con la amada. Cómo es de hermoso este mensaje: “Eledy/ tu nombre tiene fragilidad de olas/ y una convalecencia de violines”. Cuando el látigo del adiós lacera los desfiladeros de tu cuerpo, gritas: “...porque mis metafísicos monólogos/me colocan al pie de la demencia”. Aquí Jaime estás destruido. Voló en añicos la urna de cristal y eres un recluta para los manicomios. También explicas cómo los alimentos terrestres fueron sustancia de tu numen: “agua y sal, voz de arena, dimensiones de fuego/ hicieron más vibrante la luz de mis palabras”. Cabalgas sobre “un alfabeto de versos”, echas al vuelo las campanas, y todos tus poemas tienen sabor a naturaleza virgen. El libro es un compendio de tu vida sentimental. Es una radiografía de los destrozos de tu corazón. Desaparece el político, irrumpe el lírida que se alimenta de enojos pasajeros. Surge el hombre sensible, quisquilloso, sujeto pasivo de celos, atenazado por ese “monstruo de ojos verdes” que altera el genio y convulsiona la digestión. Eres, en síntesis, un hortelano con un jardín de letras a tu
cuidado.
Y como Fernando Pessoa duermes poco, con un papel y una pluma debajo de la almohada. Recuerda, Jaime, que por ser poeta, por zurcir contabilidades sin operaciones matemáticas en el inexistente paraíso de los ensueños, sufres de una enfermedad incurable y pegadiza según el Manco de Lepanto.
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