César Montoya


Dos panoramas tienen, en nuestra cultura, los ancianos. Agobiados por el peso de los años miran con horror el boquete de las horas terminales, y quedan perplejos ante la palabra eternidad. Si son católicos, se aterran ante la posibilidad de ser confinados en el infierno, donde la furia de las llamas no calcinan, el hambre no se sacia, la sed nadie la mitiga. Esa es la tragedia de Tántalo que, según Petronio en su libro “El Satiricón”, “padecía de hambre y de sed, rodeado de frutas sabrosas y agua cristalina, que desaparecían cuando su boca iba a tocarlas”. Homero en “La Odisea”, es más descriptivo. “¡Vi asimismo a Tántalo el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar agua y beber; cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra, la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles -perales, manzanos, espléndidas pomas, higueras y verdes olivos- y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes”.
Agregan los tremebundos novelistas que el infierno es un océano de pegajosos excrementos de insoportable fetidez. Dante lo visualizó como un lago hirviente o como una nevera abismal de frío intolerable.
Los ancianos que se autoconsideran predestinados hijos de Dios, quieren un cielo azul para batir alas impalpables, ad infinitum rezar piadosas letanías y embriagarse con los sonoros conciertos que, con cítaras, violines y laúdes, ejecuta un coro celestial.
Otros no comparten los espantos terroríficos, ni el nirvana plácido de los místicos. Juan Pablo ll, hoy en los altares, expresó, con diafanidad, que el cielo como el infierno, espacios físicos no tienen. Son creaciones fantasiosas de la mente humana que caprichosamente determina quiénes se van a salvar por sus virtudes y quiénes serán los réprobos que pagarán con dolores sin fin, los pecados cometidos.
Julio César, nostálgico, le dice a Cleopatra: “¡Hay mis arrugas, mis arrugas!¡ Y mi corazón de niño!” Quienes avanzan inexorablemente hacia el declive total, valoran la vejez como una catástrofe. Todo se va extinguiendo progresivamente. Disminuye la vitalidad, se menguan los órganos de los sentidos, se embota la mente, desaparece el entusiasmo y la gravidez de los días es aceptada con amarga resignación. La vejez es tedio y saturación. No existe remedio que la cure. No obstante, Saramago enfrentó con sabiduría el melancólico panorama de los años finales. Oigámoslo:
“Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo... ¡Qué importa eso! Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso. Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido. Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. ¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en ello. Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte. Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos. Ahora no tienen por qué decir: eres muy joven... no lo lograrás. Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo. Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza. Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada. Y otras un remanso de paz, como el atardecer en la playa. ¿Que cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso. ¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, sesenta! Lo que importa es la edad que siento. Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos. Para seguir sin temor por el sendero pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuántos años tengo? ¡Eso a quién le importa! Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento”.
Un coro de hombres senectos en “Lisístrata” de Aristófanes, exclama: “Volvamos a ser jóvenes, echemos nuevas alas en todo el cuerpo y lejos tiremos la vejez”. Óscar Wilde sentenció: “La tragedia de la vejez no es ser viejo, sino haber sido joven”. Y Quevedo en versos comprimidos se dolió de la fugacidad de la vida: “¡Cómo de entre mis manos te resbalas!/ ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía”!
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