En política no se duerme. Los peligros asedian. Existe una preforma de los que meten zancadillas y desnaturalizan el contenido de las cosas. Se amparan en una maledicente palabrería engañosa. Seres rapaces con mirada lisa, parpadeo inestable, sonrisa maliciosa y declive marrullero para los disimulos. Buscan ser melifluos pero esconden el alfanje que utilizan los beduinos. Su lenguaje es anfibológico. A los monosílabos les dan infinitas escapatorias sinuosas. Son caciques, -casi todos- de mala condición y les palpita un corazón perverso. San Mateo en su evangelio los apostrofa: “¡Serpientes! ¡Raza de víboras! ¿Cómo van a escapar del castigo del infierno”?
Políticos hay que se desfiguran. Como Medusa, ostentan serpientes por cabellos, lengua ofídica y tez de espanto. Son arpías que, según Virgilio en La Eneida, tienen “cuerpo de pájaro con cara de virgen, expelen un fetidísimo excremento, sus manos son agudas garras y llevan siempre el rostro descolorido de hambre”. Con esos tétricos brochazos se puede proyectar la imagen de mucha sabandija que merodea en el mercado comicial. Quienes ofician en estas rebatiñas tienen a su servicio teatreros sin grandeza. Estamos sumergidos en trampas tortuosas, con máscaras deformantes. Como la Sibila, somos electores de dirigentes que tienen enredadas culebras en el cuello.
¿Por qué desapareció la ética, por qué hay que ser izquierdoso y truhán en triquiñuelas para obtener éxito? ¿Por qué los principios ya no cuentan y murieron los decálogos doctrinarios de los partidos, convertidos hoy en montoneras deformes, aupadas por demagogos que de cubiletes escondidos sacan el vil metal para comprar conciencias? Da grima ver el descenso de las colectividades tradicionales que ya no hablan de sus orígenes gloriosos, que archivaron los nombres de Bolívar y Santander, y esconden a Ezequiel Rojas y José Eusebio Caro como mentores que fueron del liberalismo y conservatismo.
Los principios debieran ser el alma de la política. Gaitán y Galán, Laureano Gómez y Alzate incrustaron la impronta de las colectividades en piedra inmortal. De ellos aprendimos a administrar el sacramento de la palabra para fijar en el cerebro de las masas la apetencia por horizontes lejanos. Alberto Lleras escribió sobre “el propósito” que debía fijarse la nación como meta alcanzable. Y Álvaro Gómez insistió en “el acuerdo sobre lo fundamental”. El uno y el otro le buscaban a la política un diseño egregio, una plataforma ideológica que sublimara la competencia por el poder.
En pocos años los relicarios que guardaban nuestros afectos espirituales desaparecieron. Quienes todavía hablamos de doctrina, somos unos anticuados; estamos por fuera de la onda. El lenguaje en estas coyunturas se concreta en la consecución del circulante para conquistar el gobierno. Hay que ser mafioso, millonario, o político tramitador habilidoso de contratos, para actuar con posibilidades en el área electoral. La opinión no cuenta. Somos unos haraganes quienes hablamos de los fundamentos tutelares de nuestra nacionalidad, los que le hacemos loas a la tradición, los que anhelamos sembrar en la juventud valores intangibles. Desaparecieron el carácter, la lealtad, la firmeza, la palabra como escritura pública. Hoy solo cuenta lo que esté al alcance del monedero de Judas. Nos asfixia este zafarrancho de menudas pasiones, frenados ante la máscara de los jacobinos convertidos en cerdófilos cuidanderos de la proletarización moral del país.
Estamos en la égida de las lechuzas, mensajeras de la muerte. Los mercachifles se apoderaron del templo de Dios, y son los filisteos los que fijan las reglas de cómo debe ser el comportamiento en la vida pública. Mandan los “vivos”, los embaucadores, los que no sabemos de qué antro sacan el dinero, los que muerden el erario público, los que ahora se endeudan y luego aruñan las arcas del Estado para saldar sus compromisos.
Pobre Colombia que tiene que convivir con tantas aves de rapiña.
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