César Montoya


Nacimos y crecimos en el campo. Como Saramago, nuestras primeras amistades las encontramos en el mundo de los perros, escuchando el bochinche de las piaras, enlazando terneros volantones que nos hacían rabiar a los madrazos, y montando alazanes sin riendas. Desde el altillo de nuestra vivienda campesina, mirábamos allá el Cerro de Santa Elena, amurallado en árboles corpulentos, que en el claroscuro de las vespertinas semejaban una procesión de monjes enlutados, y por el centro de la espesura, lamiendo la pizarra de un negro profundo, descolgaba una cascada de un albor brillante. Su chorro era irisado y voluminoso y el golpe sobre un empedrado resistente que estallaba en diminutos espejuelos, podía ser imaginado a la distancia. Aquella vida elemental fue gloriosamente alterada con la Primera Comunión. Cómo no recordar el vestido azul, los adornos de un blanco puro, el cirio en la mano derecha con moños que lo adornaban y la presencia familiar. Y nos enclaustraron en la escuela municipal con centenares de párvulos, dueños de una primavera exultante, cristalinos como los manantiales, fulgurantes como un rayo de luz, lineales como las espigas.
Los muchachos de entonces éramos unos irresponsables tarambanas. Nos escapábamos de clases para correr veloces hacia el río Sargento en donde el agua de nácar se arremansaba para convertirse en charco profundo, bautizado con el nombre de “Bonillas”. Las paredes eran de piedra brusca, con un barranco en declive para ingresar, de un salto, a su pequeño oleaje. Desde ese modesto altozano, en acrobacias aéreas, nos lanzábamos con ímpetus triunfales. Tocábamos fondo, chapuceábamos, nos sumergíamos de nuevo, resistíamos en los nados, en alegres competencias con nuestros émulos. La vida la disipábamos en esas inocentes travesuras, el alma limpia y el corazón frenético, sembrando voces en la invisible escala musical de los sonidos. En la tarde regresábamos a nuestros hogares con la piel tensa por el sol, los ojos matizados de un rojo disminuido, y las gargantas castigadas por los voceríos entusiastas.
Éramos adictos a las caucheras. Formábamos tropillas con los parceros y salíamos a matar los pájaros que se horqueteaban sobre los ramajes de los árboles. Nuestras madres sabían que en esas labores de cetrería, estirábamos las tardes, vadeábamos ríos, subíamos barrancos y descendíamos para buscar los parcos bosques en donde podríamos ejercitar nuestras apetencias cazadoras. Eran aquellos paseos alegres, sin conocer aun las entelequias del amor, menos las torturas de los abandonos sentimentales, creyendo que todo lo que se llamaba mundo estaba circunscrito al lindero parroquial. Éramos inocentes y por lo mismo ingenuos, no intuíamos las dimensiones del pecado y apenas rezábamos mecánicamente los rosarios o íbamos a misa, como una rutina familiar.
Esos prólogos marcaron nuestras vidas. Otros pudieron nacer encorseletados por los privilegios, arrullados por los mimos de la fortuna, levantados entre algodones, con las quisquillosas asepsias de una vida artificial. Nosotros no. Aprendimos desde chicos que la existencia es hosca, que tiene dimensión de reto, y que solo la perseverancia y el golpe diario sobre el yunque puede formar varones. Los de allá tienen delicadezas mujeriles, y se arriman a los compadrazgos para surgir. Hacen carrera fácil con los apellidos y acampan bajo la sombra de méritos ajenos. Los de aquí no. Tenemos el pecho ancho como un acantilado, brazos para derrumbar montañas, garra para superar los imposibles, coraje de guerreros. Para sacarnos de la brecha tendrán que dinamitar el sendero que pisamos.
Este discurso puede ser suscrito por todos mis paisanos. Los aranzacitas somos unos conquistadores. Recorremos desiertos, a veces buscamos la ayuda de los buenos samaritanos pero finalmente llegamos a los oasis. Aranzazu es un templo de la inteligencia, y si muchos gustan de los tintineos del dinero, otros somos Quijotes con “lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
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