María Leonor Velásquez Arango


Hace poco tuve una experiencia en un proyecto comunitario que me dejó algunas lecciones sobre lo difícil que es ejercer un liderazgo colectivo y trabajar de manera colaborativa, debido a que, muchas veces estamos más preocupados por el resultado que por saber quiénes y cuáles son las capacidades y limitaciones de las personas que harán parte del equipo; y, para que todo sea más rápido y salga mejor, nos limitamos a informar, dar instrucciones y verificar que éstas se cumplan, desaprovechando así toda la riqueza y posibilidades de quienes están ahí para aportar.
Cuando vemos que algo no está saliendo como nosotros quisiéramos, perdemos la calma y nos volvemos insistentes en que todos recuerden y sigan al pie de la letra nuestro plan. Si en momentos así tuviéramos la serenidad para hacer una pausa y preguntar qué está pasando, en qué estamos fallando, qué podríamos hacer diferente, quién tiene otras ideas para corregir el rumbo, creo que el resultado sería mucho mejor y sobre todo, podríamos llegar a la meta con menos heridas y más felicidad.
Es posible que esto suceda porque es el camino que conocemos, es lo que está en el ambiente, es lo que nos enseñan desde que somos niños y se va reforzando a medida que crecemos, tanto desde la educación como en lo profesional. Nos han dicho que, ‘debemos ser los mejores’, ‘lo importante es ganar’, ‘podemos hacerlo solos’, ‘mientras más rápido logremos el resultado será mejor’. Lo triste es que nada de eso es verdad; sería sorprendente que en un planeta con más de 7.000 millones de habitantes nosotros fuéramos los mejores y también sería curioso que siendo tan vulnerables y débiles, como somos los seres humanos, no necesitáramos ayuda y que, cuando las lecciones más valiosas están durante el camino, lo más importante fuera llegar rápido a un resultado.
Yo no tengo la respuesta correcta, lo que sí tengo son muchas lecciones aprendidas; no por los libros que he leído sobre liderazgo, sino por mi experiencia de vida, personal y profesional, que al final del día es más valiosa que toda la teoría e información acumuladas. Experiencias como la del evento que relataba al comienzo de este escrito me ratifican que, liderazgo no es lo mismo que autoridad y que no se trata de ejercer el poder y demostrar que tenemos la verdad y la respuesta correcta, de decirle a los otros lo que deben hacer, de tener el control de todo para que las cosas salgan según nuestro ‘plan perfecto’. El liderazgo tiene que ver con la capacidad que tenemos para ponernos al servicio de otros, para que puedan dar lo mejor de sí; esto empieza por saber quién soy yo y también quién es el otro, cómo le permito reconocer su potencial, cómo me hago a un lado para que él o el equipo de trabajo sean los protagonistas de la historia.
Liderazgo, como lo dicen muchos autores, como lo ha dicho el papa Francisco en sus homilías y como lo vemos en la Biblia a través del ejemplo de Jesucristo, es un ejercicio de formación amoroso, desde la humildad y la sencillez que nos permite ponernos al servicio de otros para apoyarlos, acompañarlos y lograr juntos un resultado en beneficio de todos; es una invitación a pararnos en un sitio totalmente diferente al del poder y la autoridad que, como nos lo enseñan, la historia y nuestra realidad actual, dejan tantos heridos al borde del camino. La pregunta sería ¿Cuál es el tipo de liderazgo que estamos ejerciendo? ¿Estamos trabajando para servir a nuestros propios intereses personales de logro, reconocimiento y poder o estamos al servicio de un propósito colectivo, donde los intereses comunes son lo que realmente importa?
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