María Carolina Giraldo


Entre las críticas que se hacen al proceso de paz, una de las recurrentes es que se está negociando el modelo económico capitalista y que se está poniendo en riesgo el respeto por la propiedad privada. Sin embargo, la política de restitución de tierras a las personas que han sido despojadas de ésta (cerca de 6 millones de hectáreas) por la fuerza ejercida por grupos armados es una de las muestras de que las negociaciones de paz no buscan implantar el castrochavismo, como vociferan algunos. La restitución de tierras es una garantía de la protección del derecho a la propiedad privada.
Lo que resulta paradójico, y terriblemente mezquino, es que quienes alertan sobre la amenaza del cambio de modelo de la propiedad privada a la propiedad colectiva estén en contra de la política de restitución de tierras a sus legítimos dueños, despojados de ella por la fuerza. Estos mismos actores políticos, son los que inventan mentiras, o verdades a medias, sobre los que se negocia en La Habana (ver: Coherencia http://www.lapatria.com/columnas/45/coherencia) con el fin de perpetuar una guerra que los beneficia económica y políticamente. Adicionalmente y de manera desafortunada, estos actores han estado muy cerca de aquellos que han usado la fuerza para hacerse a propiedades de los campesinos, y lo que es aún peor, siguen usándola para combatir a los que ahora reclaman su legítimo derecho de propiedad; hasta hoy se reporta el asesinato de 73 peticionarios de restitución de tierras.
La falta de solución de las tensiones sobre la propiedad rural es una de las principales causas del conflicto armado colombiano. Como lo señala Alejandro Reyes: “Una buena parte de las estructuras de propiedad consolidadas de las regiones tradicionales de la frontera agrícola tiene su origen histórico en las guerras de guerrillas locales o generalizadas del siglo pasado y en el período de violencia política y social que estalló abiertamente, luego de medio siglo de incubación, entre 1946 y 1966, en casi todo el país. La consecuencia más notable de los procesos de violencia es la expulsión del campesinado y la concentración de la propiedad rural.”
Así pues, la nueva respuesta de algunos miembros de élites latifundistas de las sabanas bajas al proceso de restitución de tierras responde a una forma de expresión política conocida, que combina actuaciones legales e ilegales con el fin de mantener sus condiciones sociales y económicas. Lo que resulta inaceptable es que un procurador, en ejercicio de su cargo, se preste para llevar la vocería y representación de una de las partes en este histórico conflicto. Su rol, si quisiera defender la democracia y los derechos humanos, como establecen sus funciones, debería ser de mediador y no de incitador de la violencia. Cualquier intervención de un funcionario público en los temas agrarios, debería partir del reconocimiento de las tensiones históricas por la tierra, en las cuales concluyen intereses opuestos, demandas insatisfechas, acceso inequitativo al poder y métodos para adquirir la posesión de la misma legítimos e ilegítimos.
El Gobierno, más que declaraciones contundentes sobre las manifestaciones y afirmaciones de funcionarios públicos en contra del proceso de restitución de tierras, debe fortalecer la capacidad institucional para la protección de los reclamantes y de los funcionarios públicos que trabajan en el tema, así como para que los procesos de restitución sean expeditos. Adicionalmente, es fundamental acompañar a los legítimos propietarios en el proceso de retorno a sus inmuebles. Resultaría catastrófico para la paz que este proceso de reparación se convierta en un nuevo caso de perpetuación de la violencia.
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