María Carolina Giraldo


Entiendo la molestia que genera, en ciertos sectores, el hecho que se utilicen los símbolos y los métodos del movimiento de la no violencia para oponerse al proceso de paz con las Farc. Resulta chocante ver a los opositores del fin de guerra, a aquellos que entienden la justicia como venganza y no como verdad y reparación convocando a marchas, usando el término resistencia civil y recogiendo firmas para que el país continúe en uno de los conflictos armados más largos del hemisferio occidental.
Sin embargo, y aunque parezca un contrasentido, de eso se trata el debate democrático, el ejercicio de la política y el derecho a la libertad de expresión. En este marco, los ciudadanos pueden manifestarse, a través de medios que encuentren convenientes sobre lo que consideran es la mejor forma de alcanzar la coexistencia armónica, aún si están convencidos de que el mejor mecanismo para la convivencia pacífica es el combate.
Para hacer un ejercicio político y democrático completo sería importante que el intercambio de ideas y posturas frente a la paz y la guerra fuera con argumentos. A pesar de eso, mi experiencia en los debates con los ciudadanos más cercanos al Centro Democrático es que las discusiones se llevan a cabo con premisas que son más cercanas a los dogmas de fe que a los juicios de la razón. Solo vale lo que diga el líder, no importa que se haya pactado otra cosa en las mesas de La Habana, tampoco es válido si lo acordado es exactamente lo mismo que se negoció con los paramilitares, ni sirve que el proceso esté acorde con los principios internacionales en materia de verdad, justicia y reparación, ni que los indicadores de violencia sociopolítica hayan disminuido drásticamente durante las negociaciones de paz. Para los más cercanos al partido de oposición de derecha solo es válido lo que afirma el líder, como si se tratara de la palabra de Dios.
Con este contexto, aquellos que creemos en la resolución pacífica de los conflictos y en la no violencia, nos equivocamos de estrategia cuando respondemos con amplia, profunda y pública indignación al hecho de que haya un grupo de ciudadanos que consideran que el combate es la mejor manera de terminar con un conflicto rural de guerrillas que se ha mantenido por casi 60 años. Nos equivocamos cuando recurrimos a las redes sociales, a las columnas de opinión, a los foros y eventos académicos para señalar, únicamente, que la oposición de derecha usa mecanismos del movimiento de la no violencia para entorpecer las negociaciones o para señalar que se valen de mentiras para conseguir adeptos. Nuestra molestia e indignación es la que permite que las propuestas de los opositores al proceso de paz tengan eco, que se discuta sobre ellas permanentemente en las redes sociales, que se escriba, editorialice y se dé cubrimiento diario a sus propuestas en los medios de comunicación.
Dejemos que los que se oponen a la paz lo hagan como quieran, como puedan, siempre que lo hagan dentro de la legalidad. Por nuestra parte, los que creemos en la resolución pacífica de los conflictos, debemos dedicarnos a señalar los beneficios del proceso de reconciliación, las consecuencias positivas de alcanzar una paz duradera y estable, la posibilidad de tener una país en el que, por fin, las diferencias no se resuelvan con las balas y en insistir en el mensaje de Benjamín Franklin: “Nunca hubo guerra buena, ni paz mala.”
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