María Carolina Giraldo


Los colombianos de las ciudades hemos vivido alejados de los ataques armados, entre más cercano a Bogotá sea el centro urbano, más retirado se está de las acciones bélicas que implica la guerra. En este sentido, es común que ante el conflicto nos comportamos como espectadores de una pelea de boxeo. Estamos acostumbrados a vivir con su presencia, a opinar sobre él, pero al final de cuentas, es una confrontación del Estado contra los grupos armados, eso no es conmigo.
Algo parecido pasa con el debate sobre las aspersiones de glifosato sobre cultivos ilícitos, desde la comodidad de un sofá en la ciudad suspenderlas puede parecer una pérdida de la lucha contra el narcotráfico. Otra es la perspectiva cuando se oye la avioneta de fumigación pasar regando químicos sobre la casa y la cabeza, varias veces al día.
En este sentido, este conflicto se caracteriza por una falta de empatía con los que sufren la guerra día a día. Desde las ciudades nos preocupamos por la impunidad, por la lucha contra los cultivos ilícitos, por no premiar a los delincuentes, porque no se pierda la autoridad del Estado. Para el buen número de colombianos que el conflicto no nos toca a diario resulta fácil opinar sobre éste, desde la asepsia de quien no lo padece. En este marco, parecería que resultara determinante defender, a ultranza, la posición sobre si se está de acuerdo o no con la táctica y la estrategia de la guerra, con la paz o con los acuerdos que sobre ella se alcancen.
Los ciudadanos jugamos un rol importante en este proceso de guerra y paz, como lo señala el maestro Sergio De Zubiría en su ensayo a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas: "La comunicación argumentada, la solidaridad con todos los afectados y el respeto a las diferencias, son condiciones éticas que debemos cuidar con esmero en todo este proceso de finalización del conflicto".
Se reconoce como una de las causas de la guerra la forma de hacer política en Colombia, donde se han usado, paralelamente, mecanismos democráticos y violentos. Ejemplos de esta situación son "la persecución a los conservadores entre 1930 y 1938; el aniquilamiento del movimiento gaitanista entre 1948 y 1953; y, el genocidio contra la Unión Patriótica y el Partido Comunista entre 1984 y 1998" (De Zubiría p. 16). María Teresa Ronderos, en las presentaciones de su libro "Guerras Recicladas", ha señalado que algunas de las masacres perpetradas por grupos paramilitares tuvieron como determinantes a candidatos que habían perdido las elecciones locales. También en este libro se describe que "el Partido Comunista escogía ganadores de becas para hacer cursos en Moscú o Berlín, donde les predicaban el dogma revolucionario, y prestaba cuadros del partido o de la Juco a las Farc para hacer ‘ayudantías’".
Así pues, en este proceso de paz, los que estamos tan alejados del campo de batalla, podemos contribuir tratando de zanjar con argumentos, ideas y análisis el alto grado de polarización en el que ha entrado el debate público. Como lo señala el maestro De Zubiría, hacerlo es una aspiración ética. Llevar la discusión a extremos, muchas veces sin fundamentos ciertos, puede resultar muy positivo para aquellos que quieren sacar provecho electoral o económico de la situación que vive el país, pero no contribuye a alcanzar una sociedad más pacífica, ni a fortalecer la democracia. No podemos seguir matándonos por la defensa de una idea, ni de un emprendimiento.
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