María Carolina Giraldo


Colombia es un país de contrastes insospechados, y no me refiero aquí a su naturaleza andina y caribeña, ni a su biodiversidad, ni a su dos océanos; sino a esa ambivalencia para ser hincha fiel mientras se gana y opositor férreo mientras se pierde, a esa capacidad para militar en el Partido Liberal y estar en contra de las libertades personales sin que se cobre esa incoherencia con un rechazo contundente en las elecciones populares. El pasado 16 de marzo, las centrales obreras y los partidos de izquierda convocaron a una manifestación para protestar contra las políticas neoliberales del gobierno, con 17 días de diferencia, el Centro Democrático invita a un marcha para manifestar la inconformidad de sus seguidores por los manejos Castrochavistas del santismo y el accionar público que alejan al país de los beneficios de una economía de mercado.
Estas divergencias tan marcadas, que parecen casi esquizofrénicas, pueden ser constructivas y enriquecedoras si se canalizan de manera pacífica, si se reconoce la diferencia como un punto de partida para el establecimiento de mecanismos que faciliten el debate y el fortalecimiento del trabajo colectivo. Sin embargo, la historia política de Colombia ha demostrado que se ha preferido zanjar las diferencias a bala. El gran reto político de alcanzar una paz duradera y estable está en lograr una coexistencia armónica entre las distintas opciones y permitir su desarrollo, expresión, participación y debate.
Estos momentos de negociaciones de paz, pero sobre todo el postconflicto, exigen la protección especial de los líderes sociales de las regiones. El éxito de la paz dependerá de la capacidad del Estado de llenar los vacíos de poder que se generan después de un proceso de desmovilización y reintegración a la vida civil, así como de la posibilidad efectiva de controlar los impactos de las actividades de narcotráfico, extorsión y minería ilegal sobre la población de las áreas de influencia.
Según el informe anual de la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en el 2015 se presentaron “179 hechos relacionados con violencia política, en 112 municipios de 28 departamentos. Estos incluyen 124 amenazas, 29 atentados, 20 asesinatos, 4 secuestros y 2 desapariciones. Fueron víctimas candidatos, funcionarios públicos electos o líderes políticos”. Por su parte, la organización Somos Defensores documentó 63 homicidios de líderes sociales durante el 2015. En 2016, se ha denunciado el asesinato de 29 líderes de izquierda y sociales, ocurridos entre el 27 de febrero y el 11 de marzo. Así mismo, el gobierno manifestó que la Unidad de Protección cuenta con 9.000 personas en el programa, la mitad de ellas son líderes sociales.
La oposición de derecha ha denunciado que se siente perseguida, por lo menos desde del ámbito judicial, y que estas situaciones pueden convertirse en un detonante de acciones violentas, por su parte, los ataques contra los derechos humanos de los líderes sociales y de izquierda continúan siendo muy altos. Así pues, la garantía de un proceso de paz exitoso, trasciende los acuerdos que se alcancen en La Habana y obligan al gobierno, así como a la sociedad civil, a poner en marcha mecanismos de protección y garantía de los derechos humanos de los líderes sociales y al fortalecimiento de los canales democráticos de debate, participación e inclusión política.
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