Jorge Raad


Hace 25 años, en Caldas: ¡Dónde está mi hijo!
A media mañana, las actividades de la dirección eran intensas y los problemas suscitados debían ser valorados y resueltos en el menor tiempo posible antes de comenzar la sesión ordinaria del Consejo Directivo del Hospital.
Estaban llegando los diferentes miembros. Se sentaban con el consabido tinto y el incómodo cigarrillo. Todos profesores y jefes en sus puestos, asignados por la tradición indefectible de los años. La mayoría de los temas eran rutinarios de la vida hospitalaria y académica.
El director fue advertido por la experimentada Josefina que era requerido por una persona alterada que reclamaba le entregaran a su hijo. Salió a hablar con él y se encontró con hombre alto, del tipo de campesino que ha tenido una intensa actividad agrícola al sol y agua. Vestido humildemente pero limpio, manos con palmas callosas, uñas recortadas sin mayor cuido, pelo corto insinuado por debajo de su sombrero de fieltro de ala angosta.
Serio, con un léxico que evidenciaba su origen, preguntó sin siquiera saludar: ¿Usted es el director? Sí. ¿Dónde está mi hijo? Cuénteme qué le pasó. Doctor, mi esposa perdió a su primer bebé. Ayer en la mañana fue atendida aquí y nació muerto.
“Yo me fui para la casa sin ver al niño al que habíamos bautizado José. Pero anoche pensé y quiero darle sepultura al angelito. Vine a maternidad y me dijeron que estaba en la morgue. Fui allá y dos personas con delantal de caucho me preguntaron qué quería. Les dije que me entregaran al niño. Me dejaron esperando. A la hora me avisaron que no estaba, no me dijeron nada más. Una señora que estaba trapeando me recomendó que viniera a hablar con usted y estoy aquí para que me entreguen a mi Josecito”, expresó con más pena que exigencia.
El jefe médico le dijo que volviera en media hora y salió para el anfiteatro. Allí estaban los auxiliares y la pregunta por la existencia del mortinato no se hizo esperar, la respuesta fue: No lo encontramos. Revisados los libros se encontró una nota a las 4 de la mañana del día anterior que registraba la entrada de un mortinato hijo de Josefina, no había nota de procedimiento alguno, pero sí de salida. ¿Dónde estaba?
De un lado para otro, se llegó a la realidad de que al no reclamar el cadáver en la tarde anterior, éste probablemente fue puesto en el ataúd de una señora fallecida, aunque parecía un hecho que nunca se había realizado, jamás dejó de existir la duda. ¿Qué hacer? ¿Cómo explicarle al padre?
Identificado el hecho y con el conocimiento que el féretro de la fallecida salía de la iglesia e iba al cementerio, se decidió que apenas pasara por el Hospital se acercaran al grupo del sepelio y les convencieran de entrar el cadáver unos instantes para un examen especial que demoraba unos segundos. Dudaron y discutieron los familiares, pero aceptaron. El proceso duró menos de cinco minutos. El cuerpo del feto fue recuperado y entregado al padre, quien ya había adquirido el cofre blanco, además de su estado de angustia cada vez más intensa, porque creía que su hijo había nacido vivo, estaba bien y había sido robado o entregado equivocadamente a otra familia. Todo posible.
El sepelio, la reunión y las actividades para la inhumación del niño continuaron. El padre y los deudos de la muerta nunca supieron la verdad. No era necesario.
El viernes llegó una noticia desde San Miguel de Tucumán, Argentina, que indica que un cadáver de hombre de 75 años sirvió para suplantar, al parecer sin dolo, el cuerpo inerte de una joven de 19 años, que se cree se suicidó, quien fue velada y enterrada.
Las equivocaciones no dolosas pero lesivas jamás se acabarán en los asuntos de la medicina. Pero producen dolor en aquellos en quienes son víctimas de éstos hechos. No es la primera confusión y por ahora no será la última. ¿Será que hoy no hay confusiones?
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