Jorge Raad


El concepto de autonomía universitaria no es una invención nativa ni siquiera americana. Proviene de legendarias universidades como las de Bolonia, Paris, Oxford, Cambridge y Alcalá de Henares. Desde España, llegó a sus primeras universidades allende los mares y así fue como en la centenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, se estableció esta forma de entender el funcionamiento de las instituciones encargadas de lo que hoy se conoce como educación superior. San Marcos, como se le conoce popularmente pasó de la égida monárquica a la República del Perú en 1821.
En otros sitios, el ejemplo de Honduras se refleja como uno de los primeros en establecer en su Universidad Autónoma, 1847, la autonomía. Sin embargo las universidades del sur del continente americano adoptaron en la primera mitad del siglo XX, este principio que en la mayoría de los países ha sido llevada a norma constitucional.
A Colombia, vino esa característica institucional en 1803 con el Colegio de los Franciscanos, de origen español, en la Villa de Medellín, convertido en Universidad de Antioquia, 1871. Luego, con la fundación de la Universidad Central de Colombia, 1827, posteriormente Nacional de Colombia en 1867, se enfatizó en esta característica, pero sólo se desarrolló en forma decidida, como es lógico, en las entidades denominadas públicas, lo cual debe ser entendido jurídicamente como bajo la potestad directa del Estado.
En el país, la Constitución, las leyes y otras normas complementarias adoptan la autonomía universitaria, ratificada por sentencias de las Cortes. Pero la no es absoluta en Colombia, todavía tiene limitaciones legales que impactan en las decisiones finales de las universidades estatales. Las entidades privadas tienen diferentes grados de autonomía dependiendo de su carta normativa.
La autonomía universitaria se convirtió en una permanente plataforma para diversos movimientos internos que buscan reivindicar la posición independiente de la universidad frente a las amenazas externas.
La universidad en vez de continuar en un trasegar sin rumbo definido, aunque tenga plan de desarrollo, debe definir explícitamente, sin temores y falsas expectativas, para beneficio de la comunidad y de los universitarios, las fortalezas que posee y a cuales actividades, sin dejar de ser universidad, va a dedicarse desde ahora pero proyectando honestamente su futuro, sin palabrerías dignas de campaña.
Para ello debe establecer nítidamente los recursos que posee y cuales puede adquirir con seguridad para cumplir con su cometido y evitar distorsiones entre la sociedad y la universidad en cuanto a lo que se pide de ella y lo que realmente puede aportar.
Todas las universidades tienen que cumplir con unos requisitos básicos si quieren denominarse y ser tenidas como tales. Hay unas que pueden realizar investigación de elevada calidad, lo demás queda en anaqueles sometido al olvido, por lo que no sirve para nada. Otras son inmejorables formadoras del ser humano en ciencia, aplicación tecnológica y humanidades. Otras tienen proyectos de extensión que le permiten constituirse en un baluarte social. ¡Pero hay que definirlo y llevarlo a la realidad con entereza y sin cantos quejumbrosos!
Existen otros conceptos y prácticas de autonomía universitaria. Sin embargo, la financiación completa para todo lo básico comenzando por todos los servicios personales involucrados en la misión de la universidad debe estar indefectiblemente a cargo del Estado.
El presupuesto no puede estar sometido a dádivas, recompensas y menos a la técnica de la zanahoria, porque en este caso se establecería un círculo vicioso. El Estado debe reconocer, en medio de la danza de los billones para otras actividades, su compromiso con la educación superior, ello es esencial para la permanencia de las instituciones y su función social en el tiempo. De algo debe servir lo propuesto y escrito en: Acuerdo por lo superior 2034.
Guillermo Soberón Acevedo, exrector de la Universidad Nacional Autónoma de México, expresó la semana anterior con respecto a la autonomía: Hay que entenderla como la libertad para conducir su quehacer en apego a los principios que la rigen como la libertad de cátedra y de investigación, de pensamiento y de creación. ¡Sencillo y tantos envolatados!
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