Luis F. Molina


Siempre he creído en las libertades. Cada persona tiene derecho a desarrollarse como bien quiera, usando lo que su propia razón le dicte y no lo que otros pretenden que haga con su existencia. No es justo que alguien deba amarrar su devenir a lo que otros han pensado que es correcto o no lo es. Reputo —aunque a veces tengo motivos para dudar— que ya somos mayores para entender que nadie es igual a otro, que nuestra excelencia es la heterogeneidad y que todos merecemos respeto.
Es el caso de la libertad de cultos. Hay quienes rezan con profecías, otros con fe, algunos estafados y unos muchos que de forma muy delicada creen tener la razón y la esencia única de la verdad. Con ello me acerco a aquel pensamiento ruin de algunos creyentes que suponen que su credo es el único que haya sentido y que el resto solo son simulacros de fe.
Yo supongo que, de existir de una deidad (en lo que creo), a la misma poco le importaría si creen o no, pues, a la final es una deidad. Pero es solo lo que entiendo, por lo que ya mismo me arropo para las explicaciones teológicas que buscan hacerme cambiar de opinión. Por eso me preocupa tanto la Sharia, aquella Ley Islámica, de principios tan fundamentalistas que para nuestra codificación social sería prácticamente un imposible categórico su implementación.
En un principio la Sharia está llena de elementos para mantener la armonía, un eufemismo de control absoluto. Sus principios están amparados en el Corán y en las Sunnas. Su interpretación varía, pero es la principal fuente de Derecho en los estados musulmanes. No se trata de un código, por lo que no existe exégesis ni una concepción hermenéutica definida. Sí quedan algunas generalidades como, por ejemplo, la prohibición de la libertad de credos en Arabia Saudita. Todo debe ser Islam, desde el desayuno hasta la cena.
Pero hay algo que me espanta. La falta de proporcionalidad en los castigos. Y, aunque viven sumidos en una coerción y represión social, son intocables. A veces traen a colación el absurdo patriarcado del complejo antioqueño que aún tiene tantos defensores en esta región. Pero, a nuestros ojos, no tiene sentido que en una corte el testimonio de una mujer tenga solo la mitad de validez en comparación con el de un varón. O que un hombre sí pueda ser polígamo, pero las mujeres deben sentarse a rendir lealtad al mismo individuo.
Al cumplimiento a rajatabla de la Sharia, se le suma la yihad, que en palabras sueltas no es más que un decreto del libro sagrado Corán para extender la ley de Dios a todos los rincones del planeta. Por eso es que hemos escuchado desde hace unos años, prácticamente luego del 11 de septiembre del 2001, los términos “Guerra Santa”, como imposición musulmana para que el resto del mundo abrace los principios del Corán. Yihad y Guerra Santa no son lo mismo, aunque guarden la esencia de la clara extensión del prohibicionismo musulmán. Otros toman a la yihad como una resistencia a lo que ellos consideran que puede ser una agresión injusta de parte de actores ajenos a las enseñanzas del Corán.
Bajo el concepto de la Yihad se decapitó al periodista James Foley y a un secuestrador, acusado de haber filtrado información a los servicios de inteligencia británicos. También se estrellaron aviones en Nueva York y Washington hace más de una década. Se ejecutaron vejámenes de parte de Hamás en Israel y Palestina y la lista continúa en casos que no deben llegar a los periódicos porque están amparados por la ordenanza religiosa.
Todo esto nos lleva al principio. A preguntarnos qué beneficiosa es la ley de Dios, la ley que debemos cumplir, porque así está dicho y debe ser. Pareciera que la incompatibilidad religiosa nunca desaparecerá y seguiremos enfrascados entre mundos de fe; entre momentos de seguridad derivada por la incertidumbre de lo que está escrito y debe creerse, como si debiéramos acatar todo lo que está consignado en los libros sagrados… Hasta suena anarquista, ¡por Dios!
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