Tengo 22 años cumplidos. Insisto en que año tras año, la edad se torna más compleja. Digo que los 20 años son la peor edad, que los 21 son inquisidores, que la adolescencia es terrible o que me aterra, a veces, la inocencia e ignorancia propia de la infancia. Pero eso es lo que expreso con la armadura de la precocidad diletante de la juventud. Es apenas natural, creo. Cambiar de opinión no debe verse siempre como un acto de arrepentimiento o cobardía, sino como una apertura de comprensión.
Muchos a esta edad creemos que lo conocemos todo o lo suficiente. Que ya sabemos qué se necesita para vivir y cómo actuar ante situaciones que no ofrecen el ambiguo privilegio de las segundas oportunidades. La madurez es relativa, en cuanto suele reducirse a añejamientos y la aceptación de lo irreversible del tiempo. Todo hasta que uno conoce a quienes sí entienden un poco más de la vida y sus tentaciones.
Quizás fueron esas las razones por las que guardé tanto silencio sobre el expresidente uruguayo José Mujica. Era necesario aprender desde la observación. Escuchar. Supondría yo que dejar el poder no le cambió mucho su humor ni las preocupaciones una vez posesionado su sucesor. Mujica hizo algo único: no se embebió de poder, tampoco se enamoró de los atributos de la élite. Fue el mismo anciano —que los posmodernos no me crucifiquen por no usar eufemismos— salvado de prejuicios, lo que le libró de caer en el mismo agujero de las finas corbatas y las blancas camisas.
Bien dijo una vez que iba ligero de equipaje por la vida para que las cosas no le robaran la libertad. Palabras sabias.
Es importante resaltar que Mujica fue de esos presidentes cuyo mayor legado fueron sus enseñanzas, alejado de la sed de reconocimiento y fama. A veces pareciera que esta columna tuviera tintes de una fúnebre semblanza, pero se trata de reconocer un líder que debería permanecer como un verdadero pensador político y social de la América Latina unida que otros han malinterpretado, unos más lunáticamente que otros...
El expresidente uruguayo también tiene su talón de Aquiles, oasis de la oposición y detractores. Fundó hace 60 años una guerrilla urbana que planeó asaltos, ejecutó secuestros y otros tantos crímenes bajo el amparo de la moda revolucionaria y el marxismo. Incluso, se fugó de la cárcel en 1971 y desde allí una cadena de eventos todavía más confusa. En 1985 retomaría el rumbo de su vida, entre sensatez, recogimiento y reflexión. En 1995 comenzó formalmente su carrera política hasta definir su futuro presidencial.
Juzgarle únicamente por su militancia revolucionaria, por irresponsable que fuese, sería el camino para perder otra oportunidad de buscar un cambio en la filosofía política y prescindir de las mancilladas y equívocas ideas del establecimiento. Nadie gustaría de ser juzgado por un único evento de su vida, más cuando son casi ocho décadas a cuestas. Puede ser cuestión de verdadero arrepentimiento.
José Mujica es un hombre que todos debemos conocer poro todo lo que tiene para contar. Quizás también aprendamos a sortear nuestros propios traumas con la experiencia ajena, pero es solo mi cavilación bisoña.
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