José Jaramillo


El ejercicio del poder no admite blanduras, porque la teoría, que casi siempre dista mucho de la realidad, indica que el gobernante tiene que equilibrar sus decisiones, de manera que prioricen la conveniencia de las mayorías, ajustadas a la ley y a los principios humanitarios. El cumplimiento de estos postulados exige firmeza y adustez, sin sonrisas ni zalamerías. Ese enunciado de principios, que deben regir la conducta de un gobernante, suena muy bonito, aunque la realidad, en casi todos los países, con excepciones que se cuentan en los dedos de una sola mano, es muy distinta. Los mandatarios no gobiernan a favor del pueblo que los eligió, sino de quienes financiaron las campañas, y de los empresarios electorales, que manipulan la grey de votantes.
"Sin querer queriendo", quienes idearon el monumento pétreo que decora las Montañas Rocosas, concretamente el Monte Roshmore, frente a la población de Keystone, en Dakota del Sur, Estados Unidos, en el que se tallaron los rostros de los próceres Washington, Jefferson, Lincoln y Franklin D. Roosevelt, visibles a mucha distancia, no pensaron en que esas esculturas interpretarían la dureza y frialdad de infinidad de líderes políticos del país norteamericano, y de muchos otros países.
Cercano está en la historia de Colombia el caso del presidente Turbay (1978-1982), quien llegó al poder por los atajos de la marrullería; la persistente labor electorera, que comenzó en el Concejo Municipal de Girardot; el dispendio a sus amigos de los recursos del erario, para fortalecer su lealtad; y la cercanía con los administradores y comandantes de la fuerza pública, otorgándoles privilegios y desentendiéndose de sus atropellos a los derechos humanos, para garantizar los soportes de su poder. Este histórico personaje, el doctor honoris causa Julio César Turbay Ayala, quien iluminó su inteligencia con los 7.000 libros que decía tener en su biblioteca, se caracterizó por ser un hábil negociador, que tenía la paciencia heredada de sus ancestros beduinos, para desgastar a sus contradictores en largas jornadas de debate; y los más sutiles recursos para cambiar las reglas del juego en medio del partido, para torcer el rumbo de los resultados. Además, su rostro inexpresivo, como labrado a navaja por los artesanos nariñenses, que jamás sonrió, no permitía interpretar sus pensamientos, y mucho menos revelar sus sentimientos, por lo que sus decisiones intempestivas, preparadas con apoyos logrados en los rincones y al oscuro, casi siempre triunfaron; y dejaron perplejos a quienes estaban a favor o en contra suya. Y en los casos en los que fue derrotado, tampoco se asomó a su rostro ningún indicio de contrariedad. Y en cambio, sí, se lubricaron los mecanismos de su perseverancia, para reiniciar su fatigoso ascenso al poder, al que finalmente llegó, para disfrutarlo a plenitud, sin que se le moviera ningún músculo facial
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