José Jaramillo


“Cuanta menos sabiduría se tiene, más feliz se es”*, es evidente en la niñez y la temprana juventud, antes de que el hombre comience a acumular conocimientos, experiencias y responsabilidades, y se crea sabio. Igualmente felices son los locos, porque, inmersos en las nebulosas de sus fantasías, “no sienten mal ni agradecen beneficio”, como suele decirse. Para desgracia de las comunidades, la franja de los que se creen sabios es más ancha que la de infantes y adolescentes; y los locos son más bien escasos; al menos los reconocidos. De ahí que, en los debates que propone la democracia, saquen pecho para opinar con suficiencia los que se creen sabios, y no se tengan en cuenta las opiniones de los niños y los locos. Por eso, precisamente por eso, muchas de las decisiones que se toman, y han sido públicamente debatidas, fracasan. O los que perdieron en el debate, abusando de las herramientas de la ley, o mediante argucias de mala fe, se dedican a entorpecerlas, sin medir las consecuencias de los daños que puedan causar, simplemente para alimentar las perversidades de sus egos.
Al káiser Guillermo II, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, se le atribuye la frase: “En una guerra, la primera víctima es la verdad”. Y Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, solía decir que una mentira repetida insistentemente se convierte en verdad. Las dos expresiones sirven para identificar las verdaderas intenciones de quienes participan en los debates públicos, que no se acogen a la sentencia del general Benjamín Herrera: “La Patria por encima de los partidos”, sino que respiran por la herida, cuando han sido perdedores; concitan adhesiones, si se empeñan en fortalecerse políticamente; desvían la opinión, cuando son encausados; o se proclaman mártires, si son condenados.
“Hasta que no se frite la última empanada, no se sabe qué aceite va a quedar”, dice la sabiduría popular, que no es la misma de los tipos que ostentan altas calificaciones académicas y extensas hojas de vida laborales, sino que es la voz de Dios, porque es la voz del pueblo. El mismo “oscuro e inepto vulgo”, como solía llamar despreciativamente el presidente Laureano Gómez a la gente del común, aunque insistentemente acudía a sus votos para mantenerse en los sitios más altos del poder. Y, salvadas distancias en el tiempo, Laureano se identifica con quienes ahora lideran oposiciones cerreras a propuestas como el tratado de paz, por hacerle daño a una persona en particular, despreciando el bien común. Y lanzan por los medios virtuales a su alcance, con la arrogancia de los ignorantes poderosos, consignas como “el presidente debe gobernar para 48 millones de colombianos y no para 7 mil bandidos”, lo que les produce un derrame de materia gris por ojos, oídos, nariz y garganta.
* Sófocles, citado por Erasmo en “Elogio de la Locura”.
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