José Jaramillo


Todo indica que se impondrán sistemas de vida que minimicen el consumo de medicamentos, porque está demostrado que se formulan más para darle gusto a la hipocondría de los pacientes que para mejorar el organismo, porque pastas, cápsulas y pócimas, que favorece un órgano, dañan otro. Algún guasón decía: Yo voy donde el médico, porque el médico tiene que vivir; compro los remedios, porque el droguista tiene que vivir; y los echo a la basura, porque yo también tengo que vivir. Además, está demostrado que detrás de los laboratorios farmacéuticos hay organizaciones financieras y de mercadeo a las que poco les importan la salud de los seres humanos y de los animales, sino generar formidables utilidades, muchas veces ofreciendo productos inútiles con una atractiva publicidad, a la que la gente, ingenuamente, le cree. Y a la que le agregan, los creativos, como gancho, que las fórmulas son de origen alemán.
Las alternativas que se presentan son no solo saludables sino divertidas. El ejercicio, por ejemplo, moderado, de acuerdo con la edad, el estado físico y las costumbres anteriores de la gente. El argumento a favor de esta práctica es que las drogas pretenden hacer funcionar órganos que están “aperezados”, o trabajando mal, y el ejercicio los activa positivamente a todos.
Otra recomendación es no meterse en los asuntos ajenos y dejar que cada quien resuelva sus problemas, ayudando en lo que se pueda, pero sin intervenir en las vidas ajenas, así sean de los seres más cercanos y queridos, cuando estos son mayores y capaces. Un sacerdote amigo contestaba a quienes acudían a él en procura de ayuda para sus problemas: yo le ayudo con mis oraciones. Y listo.
También es saludable procurar la tranquilidad de vida y de conciencia, que requiere moderar la ambición del tener; no dejarse llevar por el consumismo; ver lo menos posible noticieros, de esos que aprovechan los espacios publicitarios para sacar los muertos y limpiar la sangre; no leer a columnistas que mojan la pluma con veneno; buscarle el lado amable a las cosas inevitables; es decir, no rechazar las rosas porque tiene espinas, sino amar las espinas porque tienen rosas; huir de los malgeniados y buscar la compañía de los que ríen por todo; y oír música todo el tiempo, clásica o popular, porque es relajante mental y le hace masajes al alma.
Un erudito melómano nos regañó con un enjundioso ensayo en Papel Salmón a los que escuchamos música de los grandes maestros sin entenderla; casi siempre en forma reiterativa los mismos autores, cuando, según él, hay centenares, repartidos en cientos de años. Eso es cierto, pero los desprevenidos aficionados a la música buscan deleitar el oído y sentir masajes espirituales (“musicoterapia”), más que pretender desentrañar situaciones específicas que influyeron en la inspiración de los maestros. Es decir, a uno le gusta “Para Elisa”, sin importarle quién era esa dama y qué tenía que ver con Beethoven. Y no se tiene que tullir de frío oyendo “Invierno” de las “Cuatro Estaciones”, del monje rojo: Vivaldi. El placer es de quien oye la música sin experimentar las sensaciones del auto. “Digo yo…”, como decía el ignorante.
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