José Jaramillo


Cuando se buscan acuerdos sobre asuntos de interés general, superiores a individualidades, egoísmos o mezquindades personales, es lógico aceptar que hay diferencias de trascendencia, propias del ideario de cada una de las partes, y de sus intereses particulares. "Elemental, mi querido Watson".
Así se han dirimido los grandes conflictos de la humanidad, aunque los inconformes de ambas partes, aferrados a un fundamentalismo irracional, pese a aceptar la necesidad de conciliar diferencias para lograr beneficios superiores de la sociedad; y de someterse al principio democrático de que "la mayoría tiene la razón", después de suscritos los pactos, aceptados por ellos de dientes para afuera, persisten en aferrarse a sus tesis y utilizan mecanismos arteros para sabotear lo que se convino. Ahí radica la diferencia entre tolerancia y fanatismo.
Voltaire, el filósofo del iluminismo francés, y coautor de los principios del liberalismo moderno, que nada tiene que ver con los partidos políticos actuales, que se hacen llamar liberales, en Colombia y en muchas otras partes, proclamaba: "Yo no estoy de acuerdo con usted, pero daría mi vida por defender el derecho que tiene a disentir de mis ideas".
Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, con la firma del pacto de Versalles, mientras los ingleses proponían un acuerdo generoso de reconciliación que cicatrizara las heridas causadas por el conflicto, los franceses insistían en sancionar a Alemania, lo que finalmente lograron, imponiéndole una indemnización de 140 mil millones de dólares, a favor de los países aliados. Esa espina en el zapato de los alemanes fue en parte la causa de la Segunda Guerra, sobre cuyas desastrosas consecuencias no se ha terminado de hablar, escribir y filmar, a pesar de los 70 años transcurridos. En cambio, al término de esta última, se tendió sobre la Europa arrasada el manto protector del Plan Marshall, propuesto y liderado por el general estadounidense George Marshall, para reconstruir los países afectados, sin excepción. La persecución individual de los criminales de guerra para sancionarlos fue un hecho muy distinto a lo que hubiera sido tomar represalias contra todo el pueblo alemán.
Los anteriores principios de reconciliación, y las experiencias señaladas, son las razones que se obstinan en desconocer los enemigos del proceso de paz que se adelanta en La Habana, entre el Estado colombiano, que representa los intereses superiores de la sociedad, y los insurgentes que comenzaron hace 50 años enfrentándose a gobiernos represivos, sectarios y criminales, en ejercicio de la legítima defensa, y terminaron, por la necesidad de conseguir recursos para sostener el conflicto, convirtiéndose en extorsionistas, secuestradores, narcotraficantes, mineros ilegales, reclutadores de niños y ladrones de tierras y ganados arrebatados a los campesinos, realidad que nadie desconoce. Esas circunstancias dificultan el acuerdo, porque trascienden lo ideológico, pero son una realidad. A ningún colombiano de bien, ni a los representantes del gobierno, les caen bien los jefes guerrilleros que están en la mesa de negociación, pero es con ellos con quienes hay que buscar acuerdos de paz, y no con el padre Jaramillo, del Minuto de Dios; con el profesor Patarroyo o con el maestro Botero.
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