José Jaramillo


Una idea equivocada sugiere que quienes administren el poder, desde cualquiera de sus instancias, incluido el periodismo, sean personas adustas, hieráticas, frías..., con rostros semejantes a los de los próceres de los Estados Unidos labrados en piedra sobre una ladera montañosa; de un expresidente colombiano cuya cara parecía labrada a navaja por artesanos nariñenses; del procurador-candidato, cuyas forzadas sonrisas sugieren la perfidia de sus pensamientos; o del senador a quien ni siquiera los publicistas han logrado hacer sonreír para los afiches promocionales de sus campañas, en los que aparece como si estuviera chupando limón.
Hace pocos días, en un debate público para escuchar opiniones acerca del manoseado proceso de paz, dos eméritos magistrados, opuestos a los contenidos jurídicos de los acuerdos alcanzados, en tono ceremonial y ademanes forenses, y exhibiendo un acervo de conocimientos tan erudito como desenfocado para el caso, se refirieron, para demostrar la ilegalidad e inconstitucionalidad de los acuerdos, a todas las leyes que en el mundo han sido, sin dejar por fuera al Código de Hammurabi, la Ley del Talión (“ojo por ojo...”), uno que otro desplante salomónico, la Ley de la Gravedad, y la del más fuerte; las leyes de Murphy y la Ley del Embudo, con citas puntuales en varios idiomas, incluido el español, con preferencia de las lenguas muertas, hasta que el moderador tuvo que pararles el chorro, porque el auditorio cabeceaba, como el senador Gerlein en su curul, en las escasas veces que asiste a las sesiones del Congreso.
Esos exmagistrados, desde la cumbre de sus pensiones (las más altas posibles), pretendían demostrar que la paz, tal como se está cocinando en La Habana, jurídicamente no es posible. “Roma locuta, causa finita”, alcanzó a decir uno de ellos, mientras un agente de la policía le invitaba comedidamente a bajarse del podio; y miró preocupado el reloj porque se le estaba haciendo tarde para ir a jugar golf, con otros eminentes exaltos funcionarios, tan sabios, rubicundos y robustos como él. Su compañero en la causa, igualmente gordo y bien pensionado, abandonó el recinto lamentando la forma como se estaba pisoteando la justicia, para alcanzar una paz “indigna”. En la puerta lo esperaban el carro blindado, el conductor y los escoltas, para llevarlo a uno de esos restaurantes donde un almuerzo vale más que un salario mínimo mensual.
La historia no reseña muchos estadistas, magistrados y parlamentarios que hayan exhibido un fino sentido del humor. Pero, ésos, ¡feliz coincidencia!, han sido muy destacados; y los que tuvieron que afrontar las más difíciles circunstancias durante sus mandatos, que capotearon con suerte. En los Estados Unidos fueron brillantes las “salidas” del presidente Roosevelt; en Gran Bretaña hizo alarde de su ingenio picaresco el primer ministro Churchill; y en el medio colombiano, pese a las dificultades que tuvieron que afrontar, dejaron la impronta de su chispa los presidentes Valencia (1962-1966), López Michelsen (1974-1978) y Betancur (1982-1986), en medio de versos, vallenatos... y entre copa y copa.
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