José Jaramillo


Esta Colombia que amamos, “como lengua mortal decir no pudo”, según la expresión lastimera de un soneto de don Miguel Antonio Caro, que a los viejos nos hicieron aprender en la escuela, tiene, como uno de sus encantos, una gama infinita de contrastes. Lo que “otros antropólogos y yo” atribuimos a las características particulares de las regiones, determinadas por la posición geográfica, el clima, las etnias, la educación, los recursos naturales y la economía, como factores más destacados, que producen, obviamente, recursos humanos diversos, que confluyen en la dirigencia política, jurídica y administrativa; y en la “democracia representativa”, que calienta curules en los cuerpos legislativos. De esa miscelánea de características y tendencias surgen las decisiones que orientan y legalizan la vida institucional y comunitaria del país.
Con la independencia surgieron dos tendencias filosóficas para conducir “la nave del Estado”, como solían decir los poetas del canapé republicano, contemporáneos de don Miguel Antonio, que decían las más solemnes simplezas, eso sí, en rima y métrica rigurosas. Esas tendencias eran: la liberal: educadora, laica, librepensadora y controladora de la economía; y la conservadora: tomista, confesional católica, defensora del orden y protectora del capitalismo a ultranza. Nunca, a lo largo de más de doscientos años de vida republicana, liberales y conservadores, cuando llegaron al poder, lograron gobernar bajo el estricto cumplimiento de sus principios, porque los gobiernos se conforman con personas y éstas tienen matices en sus idearios, que provienen de sus orígenes geográficos. Es decir, a la afiliación política partidista de gobernantes, magistrados y parlamentarios, se le impone el temperamento costeño, rolo, paisa, patojo, llanero, pastuso o pingo de los actores. Y para que se cumpla aquello de que “no hay situación, por mala que sea, que no sea susceptible de empeorar”, agréguesele que en la actualidad no hay liberales ni conservadores, sino una multiplicidad de microempresas electorales que revolotean como abejas sobre las mieles de la burocracia y la contratación, apoyadas por empresarios privados, o mafiosos, que buscan, a través de los políticos, fortalecerse económicamente y defender sus intereses.
Lo anterior explica por qué se acabaron los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, que exhalaron su último aliento en los piadosos brazos del clientelismo político y el sindicalismo voraz e irracional, asistidos discretamente, tras bambalinas, por los intereses petroleros, los transportadores terrestres de carga y las ensambladoras e importadoras de vehículos. Revivir el sistema férreo, para que funcione al estilo de Europa, que anda sobre rieles para bien de su economía, de la comodidad de los viajeros y del medio ambiente, es otro sueño, que ojalá se pueda disfrutar antes de “(...) morir en ti pobre y desnudo”, como remató su lastimero soneto don Miguel Antonio.
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