José Jaramillo


Viéndolo bien, la angustiosa forma de conseguir el pan de cada día, con un trabajo fijo; con una pequeña o mediana empresa; con el ejercicio de una profesión liberal; o con el rebusque, que requiere más ingenio que esfuerzo, es poca cosa, comparada con los sufrimientos que padecen los grandes capitalistas, cuando tienen que esconder la plata, porque su origen es delictuoso, o por no pagar impuestos. ¡Y tantos pobres con hambre y otro escondiendo plata!, diría una señora piadosa.
Y aquí es necesario distinguir al avaro del ambicioso, porque el primero practica el vicio solitario de atesorar lo mucho o poco que gana, en cuentas de ahorro, debajo del colchón o en tarros de lata o de guadua metidos entre la ropa en los armarios, con una ansiedad tal que deja de comer por guardar la plata. Y los herederos esperan impacientes a enterrar al tipo, para buscar a ver dónde tiene la plata y disfrutarla, porque esos sujetos, como las yucas, no dan sino enterrados. Y el segundo, el ambicioso, es un ganador compulsivo, que secuencialmente gana e invierte para ganar más, porque esa práctica le da poder, comodidades, placeres, extravagancias…, y el encanto de alimentar la megalomanía.
El avaro es un infeliz digno de lástima, que apenas ha servido a la humanidad como personaje de novelas y cuentos, como los de Dickens. Y el ambicioso corre el riesgo de desbordarse, cuando el ego lo aconseja mal y pierde el sentido de lo que es capaz de manejar, para terminar enredado, y dañarse la vida, cuando tiene todo para disfrutarla a plenitud. Es el caso del latifundista, que “no quiere lindar con nadie”, es decir, adueñarse de cuanta tierra haya alrededor de su propiedad, por las buenas o por las malas, comprada a menosprecio o corriendo cercos, con lo que, finalmente, lo único que cosecha es enemigos.
Unos pocos grandes capitalistas en el mundo entienden su misión de administradores de la riqueza en función de la sociedad, y aprovechan sus capacidades económicas y gerenciales para invertir en la solución de problemas que los gobiernos de los estados no atienden, por falta de recursos, por corruptos o por ineficientes. Esos actos filantrópicos son reconocidos con beneficios tributarios, lo que los comunistas rechazan, porque lo suyo es mantener pueblos limosneros, que garanticen los recursos electorales suficientes para perpetuarse en el poder.
El escándalo reciente de los “papeles de Panamá” destapó algo que es cuento viejo: los excesos de liquidez de infinidad de capitalistas andan por el mundo buscando paraísos fiscales donde esconderse, para no pagar impuestos en sus países de origen, o porque no pueden explicar su procedencia, que siempre se relaciona con actividades criminales. Y, mientras tanto, los gobiernos acuden a reformas tributarias para tapar huecos fiscales, que pudieran solventarse suficientemente si los capitales escondidos pagaran impuestos.
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