José Jaramillo


Terminada la contienda electoral más escabrosa que se haya conocido, solo queda esperar que las aguas regresen a sus cauces y la vida nacional se normalice. Aunque haya personajes que insistan en perturbar la tranquilidad institucional, para lo cual se valen de todos los recursos jurídicos y tecnológicos posibles; y de los testigos falsos tan de moda, algunos verdaderos profesionales, que están listos en las puertas de juzgados y tribunales, con el pulgar y el índice de la mano derecha cruzados, para jurar en falso. Es posible, inclusive, que tengan una tabla de honorarios establecida, de acuerdo con la gravedad del caso. Esos "guerreros", semejantes a un pariente mío que compraba una pelea para seguirla, son como las cucarachas, que las barren y se suben por el palo de la escoba. Además, tienen tiempo y recursos económicos de sobra, para alterar la tranquilidad ciudadana por los siglos de los siglos.
Pero, mejor, doblemos la doliente hoja y hablemos de fútbol, que para bien de la salud mental de los colombianos está servido en el campeonato mundial Brasil 2014. De este deporte, como de todas las actividades donde se muevan grandes cantidades de dinero, se puede sospechar cualquier cosa. Pero al aficionado eso no le importa, ni le impide hacerle fuerza al equipo de sus simpatías, inocente de lo que pueda estarse arreglando en los camerinos. Además, como las mujeres entraron con vigor a engrosar las fanaticadas, la paz del los hogares no se altera por los gritos, el consumo de cerveza y el desorden en las comidas, porque ellas también están en la jugada.
A la vista de tanta técnica y profesionalismo de los jugadores, y los equipos; de la perfección de los estadios; del orden y la precisión de la programación de los partidos; de las magníficas transmisiones por televisión; y de los envidiables honorarios que devengan técnicos y jugadores, es inevitable recordar los románticos tiempos del fútbol amateur, como se llamaba con un delicioso galicismo, que se practicaba, por ejemplo, en Circasia, en la plazuela, que también era escenario de las ferias mensuales de ganado. Por esta razón, los jugadores, antes de comenzar los partidos, con palas prestadas en el vecindario, recogían las boñigas y raspaban el terraplén. El declive del terreno era, más o menos, del 20%. Entonces, normalmente perdía los partidos el equipo al que le tocara jugar el segundo tiempo de abajo para arriba, cuando ya los jugadores estaban agotados. Además, al portero de abajo, cuando despejaban el balón desde arriba y se salía del campo, le tocaba irlo a recoger a la Tenería, que quedaba como a dos cuadras, porque no había recogedores de bola ni balones de repuesto. A duras penas uno, comprado entre todos los jugadores, al que se le echaba aire con el inflador de una bicicleta, y se le probaba el gusanillo con babas, para verificar que no estuviera botando aire.
En esa "dichosa edad y tiempos dichosos" no había jueces de línea, ni fuera de lugar ("out side"); y las faltas ("fouls") eran mínimas, porque el árbitro, al inicio del partido, les advertía a los capitanes de los equipos: Si no hay fractura, no hay "foul".
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