José Jaramillo


Cada que habla el papa Francisco insiste en la obligación de proteger a los pobres, víctimas de la perniciosa y sistemática concentración de la riqueza. A su llegada a Quito, en el inicio de su visita pastoral a tres países suramericanos, dijo que "la desigualdad es la mayor deuda de Latinoamérica". Es decir, que el problema no son los saldos en millones de dólares a cargo de los Estados, sino el despojo secular a los pueblos de los recursos para garantizarles una vida digna, y evitar que miles de ellos mueran de hambre o sobrevivan desnutridos, ignorantes y enfermos. Su Santidad ha insistido en un problema que está diagnosticado de sobra por las organizaciones de la burocracia internacional, que hacen estudios para todos los males, por los cuales les pagan elevadas sumas para investigaciones, estudios y conclusiones, que son analizados en foros a los cuales asisten representantes de todos los países, que viajan en primera clase y se hospedan en lujosos hoteles, para producir una declaración final, saturada de datos estadísticos, programas y compromisos, que no llegan a ningún fin, porque al "capitalismo salvaje" no le importa que los pobres mueran de hambre, siempre y cuando los resultados financieros de sus balances anuales sean exitosos. Y los gobiernos suelen ser fortalezas de la corrupción, que protegen a los causantes del hambre y la desigualdad, porque son sus patrocinadores; y los recursos de los erarios, que deben cubrir las necesidades básicas de las poblaciones, se los roban a la vista de todo el mundo, y los autores de tales latrocinios son premiados con altos cargos. En ese ejercicio juegan los actores que representan a la democracia, que, como en la rueda de Chicago, unas veces están arriba y otras abajo, pero siempre les toca algo.
¡Ay!, Pacho querido -y perdóneme la confianza Santo Padre, pero es puro cariño-, quién quisiera ver más que el ciego. Su encíclica Laudato si, cuyos sabios postulados se dirigen a defender la naturaleza como patrimonio de la humanidad, precisamente para garantizar la alimentación de los seres vivos, les entró a los depredadores, explotadores comerciales de sus recursos, por un oído y les salió por el otro. Para muestra, el señor Jef Bush, que se volvió católico para casarse con una latina -no se puede creer en volteados- y es precandidato presidencial en los Estados Unidos, rechazó su teoría con un argumento oculto poderosísimo: él y su familia son petroleros. Y éstos ocupan los primeros puestos en el ranquin de los depredadores ambientales.
Hay que aspirar a que la del papa Francisco no sea, como la de Juan el Bautista, la voz que clama en el desierto; y que los millones de feligreses que se conmueven con sus palabras, y lo aclaman multitudinariamente, entiendan que los acaparadores de riqueza y los políticos corruptos les están sacando el pan de la boca, desconociendo la orden de Jesús: Denles de comer a todos. Pero tienen un recurso: las urnas. Ahí queda la inquietud para el 25 de octubre.
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