Víctor Diusabá Rojas


En algún rincón de esta plaza, el viejo Julián, aviador republicano, debió sentir que la emoción lo desbordaba, como lo desbordaron en vida las emociones de acontecimientos en esos años tan intensos a los que sobrevivió a punta de valor y, qué duda cabe, de bravura, como la de los toros de Santa Bárbara, esos que crían con esmero y pasión sus herederos.
Y también, en algún rincón de esta misma plaza, los quijotes que levantaron la plaza de Acho hace casi dos siglos y medio, sintieron que no fue tiempo perdido haber hecho de la fiesta brava otra de las tantas razones de ser de un pueblo, el peruano, experto como pocos en encontrar licencias para hacer arte y vida.
Porque juntos, abrazados a lo largo de la inmensidad de los tiempos, sintieron como nosotros, los visibles, que esa faena de Andrés Roca Rey a Incógnito, el sexto de la tarde, pasaba los límites de lo real para hacerse fantasía ante nuestros propios ojos, mientras el pasodoble de la Feria tenía trabajos para hacerse oír en medio de la algarabía de la victoria.
Decir qué sucedió aquí en este ruedo puede comenzar por ese tren bala que pasó de salida, sin atender señales, por el capote del torero peruano, mientras un olor a madera quemada recorría los bajos de la plaza. Ahí, entre señales de aquí estoy yo, y la resolución de Andrés para advertir que no se iba a quitar, puede estar el génesis de una historia que luego creció hasta hacerse una epopeya escrita por dos.
Sí, por dos, porque el toro y la torería viajaron a lo largo de una lidia en la que no hubo tregua. Menos en la vara, donde Incógnito se entregó a fondo, mientras Rafael Torres dejaba una lección para guardar en las memorias de la Monumental. Luego, en los quites por saltilleras, la temperatura subió con Roca poniendo el pecho y el toro yendo de ida y vuelta, cada vez con más codicia. Pero si de hablar de codicia se trata, ahí están esas series eternas con la muleta en la que Incógnito aró sobre la arena gris, mientras el torero dejaba huellas profundas con sus zapatillas que a lo mejor tardaron en poder borrar anoche, aunque sería mejor que las guardaran para un hall de la fama. Ya verán porqué…
A partir de ahí, en espacios cada vez más breves, Incógnito y Andrés, Andrés e Incógnito, nos transportaron a ese mundo tan improbable para los taurinos en el que todos estamos del mismo lado para pedir lo que no podía ser otra cosa que el indulto, justo y merecido. Entonces, la plaza explotó mucho antes de que los juegos pirotécnicos se tomaran la noche, y Roca Rey pasó por entre las ovaciones de una gente agradecida con él y con el ganadero.
Pudo ser más, porque el segundo de la corrida, Acogido, fue extraordinario. No solo por el tranco, la fijeza y ese temple natural que lo hacían el toro soñado, sino por la seriedad de sus defensas y la armonía de sus hechuras. Cristóbal Pardo supo administrar todas esas facultades para construir una faena en la que, incluso, pudo recrearse con series lentas. Le dieron una oreja y le negaron otra que la gente pedía; pero si algo hizo falta fue premiar al ejemplar con la vuelta al ruedo.
¿Y los otros cuatro turnos? No califican para estar al lado de lo mejor de una tarde que será inolvidable para nosotros y más para ellos, el viejo Julián y los quijotes de Acho.
Destacado
Esa faena de Andrés Roca Rey a Incógnito, el sexto de la tarde, pasaba los límites de lo real para hacerse fantasía ante nuestros propios ojos,
Primera corrida de abono 61 Feria de Manizales
Seis toros de Santa Bárbara, de 442, 448, 442, 440, 446 y 440 kilos.
Bien presentados. Indultado el sexto, Incógnito, número 779, de 440 kilos. Ovacionado el segundo. Primero y cuarto, parados. El tercero, enrazado. El quinto, incómodo.
Willy Rodríguez
Palmas y silencio tras aviso
Cristóbal Pardo
Caldero y oro
Oreja con petición de otra y palmas
Andrés Roca Rey
Rosa y oro
Saludo y dos orejas simbólicas
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