La República Utopía descrita por Tomás Moro hace más de quinientos años me sirve de inspiración -por antonomasia- para imaginar un territorio ubicado en una isla de mágicos fantasmas cuya suerte parecía destinada al fracaso. La Utopía de Moro era un territorio compuesto por más de 50 ciudades que había logrado un estado ideal en donde no había pobreza, ni corrupción, ni malos gobiernos; su relación con la naturaleza era armónica y sus gentes trabajaban para el bien común. La experiencia ha demostrado -decía un testigo de ese paraíso terrenal- lo equivocado de quienes piensan que la pobreza del pueblo es la salvaguardia de la paz.
La isla que imagino podríamos llamarla Distopía. Era un territorio de no más de 30 municipios, sin mar ni timonel. Ya casi no producía nada, excepto miserias en los campos. En las ciudades, las gentes intentaban sobrevivir con muy bajos salarios, un sistema de salud en bancarrota que obligaba al cierre de hospitales y centros de salud. Era tal la pérdida de rumbo que su último esfuerzo antes de su crisis total fue intentar producir barcos cuando en realidad estaba a cientos de kilómetros del mar, enclavado entre montañas. La crisis de gobernabilidad había llegado al límite. Año tras año, una especie de cortesanos del rey llegaban al poder elegidos ilegítimamente por sistemas electorales poco confiables o por imposición del gobierno nacional cada vez más debilitado políticamente. Una cosa, decían, es apoyar la anhelada consecución de la paz, y otra muy distinta, aceptar la entrega de las mejores riquezas a otros reinos o favorecer la concentración de la tierra como en los tiempos medievales.
Lo cierto del caso es que la paciencia tocó limites cuando filósofos, sabios y ciudadanos del común les advirtieron a los cortesanos sobre el peligro de seguir prometiendo aeropuertos, puertos, trenes, túneles y carreteras de cuarta generación para conquistar nuevos mundos, o más bien para que el viejo mundo prolongara su saqueo por otros 500 años, cuando ni siquiera los gobernantes eran capaces de sostenerse en el poder al menos por unos meses. La ilegalidad e ilegitimidad de sus decisiones, o el peso de sus prontuarios ante los jueces, les impedía tomar decisiones en firme sobre el devenir de sus territorios. Todos los cultivos y granjas los convertían en pastizales desiertos. Todas las riquezas se esfumaban en sus manos.
Fue entonces cuando el pueblo, cansado ya de atropellos y de engaños, decidió asumirse como constituyente primario, recuperando para sí la delegación que había hecho de su mandato en partidos políticos corruptos e ineptos, más parecidos a empresas criminales que a auténticas formas de representación popular. Les dijo a sus caudillos, a los más ancianos y también a los más jóvenes que aprendieron de sus mañas, que se hicieran a un lado. Y en un ejercicio legítimo de soberanía popular, se organizó en una asamblea constituyente con la participación de los más diversos sectores de la sociedad para abandonar la Distopía y recuperar la Utopía.
La propuesta caló entre los más diversos sectores. Los violentos de todos los extremos ideológicos dejaron a un lado sus armas e hicieron realidad la utopía de la paz con el respaldo mayoritario de la población, porque mostraron arrepentimiento, desfogaron sus energías en reparar a sus víctimas y aportaron a la construcción de las nuevas utopías desarmadas. Las comunidades étnicas pudieron por fin cumplir la utopía de su reconocimiento como autoridades con su propia cosmogonía y forma de gobierno dentro de una organización pluriétnica y pluricultural. El territorio adquirió un nuevo significado, porque el desarrollo y el progreso tuvieron el límite de una relación armoniosa con la naturaleza y el ambiente. Nunca más volvieron a padecer sequías y el agua fue su principal tesoro. Nuevas formas de organización política se abrieron camino, dejando atrás los partidos anquilosados y decimonónicos. Los jóvenes asumieron las riendas de esas nuevas organizaciones políticas basadas en programas democráticos. Y el conocimiento se impuso como divisa de la nueva economía, mejorando la calidad de vida en campos y ciudades. Por fin, un gobierno elegido con participación mayoritaria duró un periodo completo, sin escándalos ni fraudes.
Aunque es pura ficción, la realidad parece superarla.
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