Desde que tengo uso de razón, los asuntos de la paz o de la guerra han estado en la primera línea del acontecer nacional y de la vida cotidiana.
Primero, escuchando a mis abuelos sobre las atrocidades de la violencia liberal-conservadora; un libro de fotos de esa época en la biblioteca de mi padre daba cuenta del nivel de degradación humana en la que se incurrió, sin más consideración que estar en uno u otro bando del conflicto.
Luego vino la guerra fría; eran los tiempos del “peligro” de la expansión comunista en América Latina y de la doctrina de la seguridad nacional impulsada por EE.UU.; una simple protesta o crear un sindicato eran asuntos que se pagaban con la muerte, la detención o la tortura.
A mí me tocó vivir más intensamente los años ochenta, cuando una ola de ascenso de los movimientos sociales y de crecimiento de las guerrillas generó una esperanza de cambios profundos en un país sin democracia real y sometido al Estado de Sitio permanente. Nos entusiasmamos con la idea de una Asamblea Nacional Constituyente como posibilidad de lograr una apertura democrática para poner fin a la lucha armada. Las desconfianzas mutuas entre contendientes abortaron el proceso y la guerra sucia se impuso como método para acabar con la oposición. Miles de líderes sociales y políticos asesinados. Las guerrillas escalaron el conflicto y se autoproclamaron ejércitos dispuestos a librar una guerra de posiciones. Fue un periodo de expansión guerrillera, de adiestramiento militar internacional de todos los bandos, de modernización tecnológica y de durísimos golpes a sus “enemigos de clase”.
Como diría el poeta Roca, en esos años tuve más amigos en las tumbas que en los bares, porque los muertos los pusieron jóvenes que ingresaban a la política desde la oposición; mientras que los campesinos fueron considerados, una vez más, enemigos del establecimiento.
La intensificación de la guerra contrainsurgente, la aparición del narcotráfico y del paramilitarismo, la guerra sucia y la crisis del socialismo real, obligaron a algunas guerrillas a renunciar a la lucha armada a finales de los años ochenta. El gobierno las incorporó en una nueva propuesta de Asamblea Nacional Constituyente, pero cuando ya estaban debilitadas política y militarmente. Así sucedió con el M-19, el PRT, el Quintín Lame y una fracción del Epl. Pero las Farc, la otra fracción del Epl, el Eln y pequeños grupos guerrilleros que seguían apareciendo por todos lados, decidieron continuar la lucha armada, mientras exigían una salida política negociada bajo el reconocimiento del estatus de “fuerzas beligerantes”. Fueron los tiempos del diálogo de Tlaxcala (México), en donde se mantuvieron los inamovibles en ambos lados. Entre tanto, la guerra irregular del narcotráfico y otras bandas delincuenciales que asumieron la autodefensa del Estado y los terratenientes cobraron su enorme cuota de sacrificios humanos en campos y ciudades.
Después vino la política de tierra arrasada, las chuzadas a los jueces, la búsqueda de la derrota militar de las guerrillas, el pago de recompensas, los bombardeos aéreos de campamentos y los golpes a las cúpulas de esas organizaciones. La degradación del conflicto llegó a su máxima expresión.
Hoy es la primera vez en décadas de tácticas antisubversivas que se llega a un acuerdo final para la terminación del conflicto. Cada quien defenderá lo suyo para justificar que no fue derrotado, pero lo concreto es que ambos bandos necesitaban negociar, ceder en la intención de aniquilar al contrario. Ambos se desgastaron en la irracionalidad de la guerra fratricida.
Ahora nos corresponde al resto de compatriotas ratificar este acuerdo para legitimarlo socialmente y generar confianza para despejar oportunidades en la solución de otros conflictos armados, sociales, económicos, espaciales, ambientales, de género, étnicos que están en la base de la inequidad y la pobreza. Necesitamos cerrar esa trágica página de la historia en donde nuestras mujeres pusieron su mayor cuota de sacrificio y de dolor. No queremos más guerras en nombre del pueblo. La decisión está en nuestras manos.
Los inspiradores del odio y de la violencia, del rencor y de la venganza no podrán imponernos su voluntad, porque la paz no les pertenece, la paz es un derecho inalienable.
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