La campaña presidencial del 2018 ya arrancó por cuenta de los medios de comunicación. Los primeros sondeos de opinión los lideran opciones alternativas a los herederos de la dupla Uribe-Santos. En el sonajero encabeza la intención de voto Sergio Fajardo, exalcalde y exgobernador de Antioquia, quien le ha apostado a la educación como motor de las transformaciones; sus ejecutorias han sido ejemplares. Continúa Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá, un hombre que le tocó resistir una de las ofensivas más duras de la rancia oligarquía bogotana empeñada en recuperar el poder de la capital. Le sigue Jorge Enrique Robledo, senador insigne de la oposición democrática en Colombia, quien ha representado una lucha valiente por la defensa de la producción y el patrimonio nacional, contra la corrupción y las mermeladas. Y aún faltan otros líderes y lideresas que han venido descollando en la política nacional, representando otro modelo de país, distinto al desgastado presidencialismo autoritario que ha promocionado las guerras intestinas, legales e ilegales, desde la independencia bolivariana.
Hoy, bajo la conmemoración de los trágicos hechos del 9 de abril de 1948, el país tiene uno de los mayores retos de su historia: o sigue prolongando esa especie de revolución incompleta que representó la liberación del yugo español, sin la emancipación social, económica y productiva que sí pudieron lograr otros países del continente americano, o nos atrevemos a pasar la página agotada del bipartidismo, buscando la profundización de la democracia real para implementar las transformaciones que no se han podido alcanzar en 206 años de independencia.
El único cambio significativo que mi generación ha podido ver fue la Constitución de 1991, cuyo principal logro fue devolverle a la sociedad el Estado de Derecho que el bipartidismo conculcó desde el llamado Bogotazo, para no ir más atrás en la historia nacional. Pero en cada periodo de gobierno de estos últimos 25 años, esos derechos alcanzados van desapareciendo paulatinamente con las reformas hechas por las mayorías del Congreso, sumisas a los designios del mundo corporativo del mercado global.
La esperanza que se ha abierto de lograr desmontar los aparatos armados ilegales en Colombia, y sobre todo la posibilidad de reconstruir un país sin confrontación armada interna, requiere de liderazgos con capacidad de lograr los más amplios y sólidos consensos en torno a la profundización de la vida democrática, el tránsito hacia unas FF.AA formadas en derechos y no en la vetusta doctrina de la seguridad nacional, la reforma agraria y urbana integrales, junto al reordenamiento urbano y regional -continental y marítimo-, la verdadera inclusión social de las comunidades indígenas y afrodescendientes, la protección de los DDHH, la equidad de género, la diversidad sexual, el ambiente sano y el agua como fuentes de vida. En últimas, es la nueva agenda del siglo XXI la que tiene que surgir a partir del 2018.
La alternatividad política en Colombia tiene que entender que la tarea de elegir un presidente en el 2018 no es una campaña política más. Es la oportunidad histórica de gobernar un país que está demandando con urgencia las transformaciones aplazadas durante dos centurias y las que se requieren para entrar con dignidad al siglo XXI. Y eso solo es posible con la construcción de los más amplios consensos en torno a un programa de gobierno profundamente democrático, algunas de cuyas bases ya se han mencionado. Ese es el diálogo nacional que hay que empezar a construir desde las regiones.
Si la alternatividad logra entender que no es a través de organizaciones políticas débiles como los actuales partidos políticos que el régimen electoral vigente no deja fortalecer, más aún, contribuye a su disolución por la vía de la corrupción y el clientelismo; si se sobreponen los intereses personales o de grupo; si se dejan atrás las herencias vanguardistas; si se asumen autocríticamente los errores cometidos; entonces será posible proponerle a Colombia, más que un nuevo caudillo, una opción política y programática contemporánea, de amplio consenso “pa que se acabe la vaina” como lo propuso el escritor William Ospina, quien sabiamente planteó la necesidad de reconocernos primero a nosotros mismos para luego proyectarnos al mundo con nuestras fortalezas y virtudes.
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