Adriana Villegas Botero


“A los tibios los vomitaré de mi boca”, dice el Apocalipsis que dijo Dios, y la sentencia trasciende hasta nuestra tradición cultural judeocristiana en donde ser tibio está mal visto. Acá lo que gusta es tomar partido con fervor. Somos los latinos de “Colombia es pasión”. ¿Se apasiona por su trabajo? preguntan en las entrevistas laborales.
Los tibios generan sospecha: Si no dan la cara para confrontar es porque les da miedo; si no se comprometen es porque son flojos. Oí en radio que hablaban sobre un candidato presidencial (Daniel Coronell dice que hay 32 aspirantes) que se define a sí mismo como “ni uribista ni antiuribista”. La comentarista expresó: “guácala, un tibio”.
En el libro “El tiempo por cárcel” Juan Esteban Constaín le dice a Roberto Pombo, director de El Tiempo, que la gente lo critica por moderado y tibio, y Pombo responde: “es cierto. Lo que pasa es que la realidad es algo tan complejo, que siempre es más fácil juzgar que entender; siempre es más cómodo tomar partido que adentrarse en las causas de todo lo que ocurre. Gabo decía que en Colombia no hay opinión pública sino hinchas, y esa es la manera en que aquí nos aproximamos a todos nuestros problemas: desde todas las orillas, pero cada quien aferrado con furia a su manera particular y excluyente de ver las cosas, asumiendo siempre que esa es no solo la mejor sino incluso la única que hay, y despreciando la de los demás por ese solo hecho, porque es la de los otros (…) Y resulta que al final no hay nada más estúpido que presumir la estupidez de los demás; no hay nada más tonto que creer que los demás son tontos, porque tonto no es nadie”.
Abundan los pontífices. Gente que le devela a uno por qué son una partida de paracos o ignorantes los que quieren votar “No” en el plebiscito, mientras que los del “Sí” son una mano de castrochavistas. Y si usted es de los del “Sí”, pero tiene dudas, entonces es un vargasllerista. Y si no va a votar, un apátrida. Y si se niega a confrontar a otro que piensa distinto, entonces es un tibio. Uno de esos que dan ganas de vomitar. Por estos días los predicadores son legión.
La humanidad afirmó con certeza que la tierra era plana y que a su alrededor orbitaba el sol, hasta que se demostró lo contrario. Al astrónomo Giordano Bruno lo quemaron en la hoguera por hereje, porque sus opositores defendían sus ideas con ardiente pasión, aunque estuvieran erradas. Que la religión vomite a los tibios es natural: es un asunto de fe. Pero en otros ámbitos de la vida como la ciencia, la sociopolítica o la cultura, las certezas tambalean con el paso del tiempo. No son dogma, aunque el fanatismo de lugares comunes construya axiomas a diario: Los políticos son todos bandidos, el Congreso es una cueva de ladrones, las feministas son histéricas, los gais corrompen a nuestros niños, todos los curas son pedófilos, todos los ambientalistas son fanáticos, y así. Frases en los extremos fríos o calientes, sin matices. Etiquetas que reemplazan las preguntas y tibias dudas.
A menudo presencio enardecidas discusiones en reuniones o redes sociales. Reconozco que a veces aparece gente sinceramente interesada en tratar de hacer ver a los demás su yerro, o al menos exponer su punto de vista con paciencia y respeto. Sin embargo, cada vez con más frecuencia me pasa lo mismo que a Bartleby, el personaje de Herman Maleville al que cuando le pedían algo respondía con la misma frase: “preferiría no hacerlo”. Por ejemplo: votaré “Sí” en el plebiscito de octubre, pero si usted es de los que va a votar “No”, yo no voy a inundarlo con chats o mails para convencerlo de lo contrario. Supongo que cada cual hace sus análisis, tiene sus motivos, y coincido con Saramago cuando dice que “El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.
Me gusta debatir ideas cuando ambos están dispuestos a escuchar y dejarse permear. Pero si defender las ideas con vehemencia implica una discusión enardecida y acalorada, preferiría no hacerlo. Cada vez soy más tibia.
Pie de página: De acuerdo con la explicación de la Secretaría de Cultura de Caldas sobre la censura al grabado de la artista Ana María Trujillo Amézquita “El que no gurrea no culea”, deberíamos entonces vestir a La maja desnuda, que siquiera no se llama La maja empelota. ¡Qué mojigatería!
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