José Jaramillo Mejía
LA PATRIA | Manizales
Se conocieron desde niños en el entorno de la vereda El Reposo, en Palestina (Caldas), donde sus padres eran jornaleros y sus madres alimentaban trabajadores.
Asistieron a la misma escuela rural y compartieron la infancia con otros niños de idéntica condición, en un ambiente donde el amor a Dios y al trabajo son fundamentos inspiradores de la vida de los campesinos, y en una región donde el café es la razón de ser de centenares de familias. Todo en sus vidas gira alrededor de la rubiácea que identifica a Colombia ante el mundo.
Gabriel González, de Palestina, y Lilia María García, de Samaná, descienden de padres afincados en El Reposo. Crecieron juntos y cuando llegaron a la adolescencia se hicieron novios. Después de seis años de noviazgo se casaron. Dos niñas: Karen Alejandra y Helen Dayana completaron la familia. Sus nombres obedecen a una curiosa tradición, que quiere superar la rutina de los nombres bíblicos y rebusca en la literatura universal, conocida de oídas.
En la región cafetera, el jornalero va de una finca a otra en épocas de cosecha, para realizar tareas que conoce desde la infancia. Cuando tiene una pareja, esta lo acompaña y cumple labores de recolectora, lo que ha dado origen a la categoría de “chapolera”, un título que embellece con el toque femenino la rutina de hacer los almácigos donde crecen las chapolas, cuidar el desarrollo de los arbustos y recoger los frutos maduros en los rituales de las cogiendas. El resultado económico de estas labores depende de los vaivenes de los precios del grano en los mercados internacionales, que definen la suerte de quienes dependen de la caficultura, desde los dueños de las fincas hasta sus trabajadores. Los ingresos de ambos suben o bajan al ritmo de circunstancias ajenas a sus controles.
La aspiración de los trabajadores rasos en las fincas cafeteras es ascender a agregados, es decir, administradores de una finca, lo que les da estabilidad económica y familiar. Pero el sueño definitivo es tener su propia tierra, así sea un pequeño predio que puedan decir es mío, es el patrimonio de mi familia, es principio y fin de todos mis esfuerzos.
Eso era lo que Lilia, nómada con su esposo Gabriel por las fincas de El Reposo, le pedía a Diosito, en Quien ha puesto todas las esperanzas de su vida: “Ayúdanos a conseguir un pedacito de tierra, pequeño, pero de nosotros”. A tal propósito, juiciosos con la plata que ganaban, ahorraban siempre un poco.
A España
Una circunstancia se dio cuando una amiga, conocida desde la infancia, se fue para España y escribía contando los buenos resultados económicos que había logrado, trabajando duro, pero bien remunerada. “Vámonos”, le propuso Lilia a Gabriel, con la decisión propia de su carácter. Los ahorros que tenían les alcanzaban para los pasajes. Y otra vez Dios: “Nos vamos de Tu mano, seguros de que nos irá bien”.
Lilia hacía oficios domésticos y cuidaba niños; y Gabriel, en labores agrícolas, orientado por un conocido colombiano, se instalaron en Barcelona (España). La eficiencia de ambos en el trabajo les encantaba a los patrones, que les proponían invitar a más colombianos para engancharlos.
A Lilia y Gabriel les encantaba contribuir a limpiar el nombre de su país, que los narcos habían manchado y los medios sensacionalistas difundían, ocultando los valores positivos de su patria. Lilia se consideraba embajadora y mostraba con orgullo fotos del maravilloso paisaje que había sido su entorno desde la infancia y ganó tanto aprecio y confianza en los hogares donde trabajó, que se iban los patrones y le dejaban las llaves de la casa.
El trabajo de Gabriel, en cambio, era duro y mal pago, porque los dueños de predios rurales se aprovechaban de su condición de ilegal. Entonces buscó alternativas como vigilante en museos y otras entidades culturales, lo que le aplicó un barniz de conocimientos que refinaban su modesta formación escolar.
El padre de Gabriel, superando su condición de jornalero, había adquirido una pequeña finca, pero con el tiempo enfermó gravemente. Entonces su hijo, con su esposa, Lilia, decidieron regresar a acompañarlo, a cuidarlo, en sus últimos días, no a enterrarlo.
Propietarios
Tenían el equivalente a $50 millones ahorrados, con lo que podían comprar una pequeña finca. La consiguieron, y para poner en ella todo su optimismo la bautizaron La Mina. Eran cuatro cuadras con una pequeña casa de dos habitaciones y un beneficiadero de café, ambos en regular estado. Ahí quedó toda la plata que tenían, pero faltaba con qué renovar el cafetal y sembrar plátano y frutales; es decir, ponerla a producir al máximo. Además, no tenían experiencia en administración. Las dos cosas se solucionaron con un préstamo del Banco Agrario y con la capacitación del Comité de Cafeteros.
Pero lo más importante lo expresó Lilia cuando se hizo tomar una foto cogiendo los primeros granos maduros: “Ahora soy chapolera en mi propio cafetal”.
A la emoción inicial siguieron las cuentas, que son frías: una arroba de café costaba $80 mil pesos producirla y en ese momento la pagaban a $60 mil. Había que vivir y la deuda del banco estaba caminando. Dice Gabriel: "Estábamos como en una bicicleta estática”; tanto que pensó, después de un tiempo, que iban a tener que vender la finca para cumplirle al banco. O regresarse Lilia para España a trabajar y mandar plata para pagar deudas. A ella la idea no le sonó ni poquito. Entonces acudió otra vez a “mi Diosito” para que la iluminara. Mientras tanto, Gabriel se rebuscaba trabajando en estructuras de guadua, en lo que es experto.
Una vista desde La Mina.
Las redes
Un sábado que fueron a Palestina supieron de un grupo llamado Consejo Participativo de Mujeres Caficultoras, apoyado por el Sena, que capacitaba a las campesinas en temas como alojamiento y gastronomía rural, ante la perspectiva del Aeropuerto del Café, que traería a la región turistas nacionales y extranjeros. Y la Escuela Nacional del Café, con el apoyo del Comité de Cafeteros y el Centro de Investigación del Café (Cenicafé) tenía para los caficultores cursos para cultivos de calidad, amistosos con el medioambiente, ampliados a los procesos de tostado, molienda, catación y empaque, para alcanzar un producto de altísima calidad, y comercializar el café terminado, dándole un valor agregado, para que no se quedara en los bolsillos de intermediarios.
Estos procesos incluían el suministro que hizo la Federación Nacional de Cafeteros de equipos para tratar las aguas utilizadas para el beneficio del café, y las servidas de las casas, de modo que fueran vertidas completamente limpias a las quebradas. Además de que con el nuevo sistema de beneficio del café se reducía el consumo de agua de 5 a 1.
“Ya éramos ‘doctores”, dice Lilia con emotividad. Habían aprendido a llevarle cuentas a la finca, a procesar el café desde el arbusto hasta la taza, sin usar químicos exóticos ni preservativos; a atender turistas que quisieran conocer el proceso de la caficultura, inclusive ataviando a las damas con sombrero, poncho y canasto para que oficiaran de chapoleras; prepararles un almuerzo típico de sancocho o fríjoles, con plátanos y yucas que tenían al alcance de la mano; y aliñados con tomates, yerbas y otras verduras cultivadas al pie de la casa, en forma completamente orgánica. Contarless a turistas de aventura, que no requerían piscinas ni jacuzzis, los pormenores de la vida del campo y la historia de la caficultura en Colombia, hasta ganar el título de producir el mejor café del mundo. En el caso de La Mina, en una región considerada como óptima, por razones climáticas, de calidad de la tierra y otras, para el cultivo de la rubiácea. Y hablar con orgullo de la declaración que hizo la Unesco del Paisaje Cultural Cafetero, del que hacía parte la finca de los esposos Gabriel y Lilia, como Patrimonio Cultural de la Humanidad. En este punto se le hincha el orgullo a Lilia y declara: “Yo soy paisaje cultural cafetero”.
Los turistas
Faltaba algo: los turistas. Otra vez Lilia acudió a su aliado de todo momento. “Diosito –le dijo– necesitamos que nos consigas un empresario hotelero, de corazón lindo, que nos mande turistas y sea nuestro aliado para seguir adelante”. Y apareció como caído del cielo don Rafael Villegas, caballero manizaleño con negocios en Pereira, dueño del hotel Sazagua. En la visita que este hizo a La Mina estudiaron las posibilidades y concluyeron que había que mejorar la casa y pintarla de colores vivos, alegres. Mejorar el camino de ingreso y hacer un quiosco con sala de recibo y comedor, con vista al paisaje que se extendía al frente, detrás de la casa. “El quiosco lo hago yo”, dijo Gabriel. “¿Pero con qué hacemos el resto?”, dijo Lilia.
“Yo financio todo”, dijo don Gabriel. “Y cuando comiencen a venir turistas, guardan platica para que me vayan abonando”. “Diosito no me falla; nos lo mandó preciso, tal como se lo pedí”, concluye Lilia.
Ha pasado el tiempo. Más de 200 grupos de turistas han visitado La Mina, de lo que guardan sus dueños cuadernos con testimonios en español, inglés, francés, japonés, coreano…
El 2020, afectado por la pandemia, sin embargo, para los caficultores fue favorable, por los buenos precios del café y la cosecha abundante, beneficiada con un clima variado, sin excesos; además de los problemas que tuvieron los caficultores en Centroamérica y Brasil.
Del café recolectado, Gabriel y Lilia venden lo necesario para pagar dos jornaleros que les ayudan y para cubrir los gastos familiares. El resto, rigurosamente seleccionado, lo tuestan, muelen y empacan para vender libras y medias libras en un lujoso empaque que les produce una empresa de Bogotá. Los compradores son los turistas y consumidores que han ido conquistando con la excelente calidad. Ahora la familia que inspira esta crónica tiene un estándar de vida bueno, lo que anima su patriotismo y el amor por el café, que ha sido una constante en sus vidas, y en las de muchas familias del entorno, que pueden decir, imitando a Lilia: “Somos paisaje cultural cafetero, patrimonio de la humanidad”.
El lugar en el que los visitantes aprenden de café.
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