
Eduardo Durán
Colprensa | LA PATRIA
Hace 84 años, un joven llamado José de Jesús Pimiento Rodríguez, con escasos 12 años cumplidos, hijo de un hogar humilde que se había establecido en Zapatoca (Santander), huyendo de la violencia en Barichara; que ayudaba en la Iglesia en las labores de monaguillo, se llenó de coraje ante la vida y emprendió viaje a pie a la ciudad de San Gil, para presentarse a las puertas del seminario y solicitar su admisión para iniciar sus estudios en esa institución.
Fue aceptado; ante el asombro de los regentes por el arrojo y determinación del aspirante, y allí inició una carrera que lo marcaría para toda la vida, pasándolo por los más encumbrados cargos de la Iglesia Católica en Colombia.
Sabía que tenía que estudiar mucha filosofía y teología, para poder llegar a predicar las doctrinas de la fe, y para iniciar una tarea de ayuda a los fieles más necesitados con los que la vida lo pusiera en contacto; al fin y al cabo, Zapatoca es llamada la “Ciudad levítica de Colombia” por la cantidad de sacerdotes oriundos de ese municipio.
Cuando fue ordenado por el Arzobispo Ismael Perdomo, de quien dice admirar profundamente por la bondad que irradiaba, se fijó una meta: “El apostolado para servir, y no para servirse”.
Llegó a estrenarse como sacerdote al municipio de Mogotes, en donde se le asignó la Vicaría parroquial y más tarde fue trasladado a San Gil, a cumplir las mismas funciones. Pero allí pronto demostró su especial condición pedagógica y el obispo le hizo el llamado para que fuera profesor del seminario.
Más tarde fue comisionado a Vélez, cuando apenas tenía 24 años, y allí adquirió la grave enfermedad de la tifoidea, en donde fue sometido a un tratamiento totalmente equivocado y su salud se deterioró tanto, que fue desahuciado. “Fueron momentos de enorme confusión”, manifiesta profundizando la mirada y frunciendo el seño. “Me introduje en una intensa oración y le expresé a Dios mi sentimiento de frustración por no permitírseme disfrutar de mi carrera al servicio del sacerdocio”; y anota: “Sentía que mi vida se acababa sin haber hecho nada”.
Llegan los grandes retos
En los días que vinieron, comenzó a percibir, frente al asombro de los médicos, que su cuerpo adquiría fuerzas y que encontraba una respuesta sobrenatural a sus peticiones. Se repuso y fue llamado nuevamente a San Gil, en donde le fueron encomendadas las labores de Pastoral Social, a las que se dedicó por espacio de 12 años. Cuando iba a llegar a la edad de los 36, se vio enormemente sorprendido con la noticia de que había sido nombrado por el Vaticano como Obispo Auxiliar de Pasto, en donde inició su nueva misión, tal vez recordando que años atrás había estado en ese cargo otro santandereano de gran importancia, como fue el obispo José Elías Puyana. Más tarde sería trasladado a Montería.
Llegaron momentos de gran transformación en su vida, pues ya no era un simple sacerdote, sino que se había convertido en un jerarca de la Iglesia y fue llamado a participar en Roma en las deliberaciones del Concilio Vaticano II, que instaló Juan XXIII y concluyó Pablo VI, en donde se pretendía proporcionar una apertura dialogante con el mundo moderno, sin establecer dogmas.
Fueron días y meses de un estudio intenso y profundo, en donde tuvo la oportunidad de intercambiar opiniones con jerarcas de todo el mundo y con los más experimentados y encumbrados prelados de la Santa Sede. Era el escenario universal que le señalaba nuevos retos en su actividad religiosa.
La época de Manizales
Fue llamado entonces a la diócesis de Garzón-Neiva, y años más tarde el Papa le encomendó el arzobispado de Manizales, en donde estuvo 21 años. Allí tuvo un gran liderazgo en la organización del clero que de él dependía, en donde dice: “había mucha complacencia que llevaba al relajamiento” y se convirtió en un referente para muchas situaciones del orden nacional, condición que lo hizo promover en dos oportunidades a la Presidencia de la Conferencia Episcopal Colombiana, y con asiento dentro de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Entre sus colaboradores tuvo en ese entonces a Monseñor Darío Castrillón.
Además de ser un permanente analista y exponente de los más diversos temas, se fijó como meta la de trabajar por la disciplina en el clero, y con él, abordar un trabajo sin pausa para lograr lo que llamó “la disciplina en la sociedad”.
Allí se mostró siempre como un orientador firme que trataba de actuar en dos frentes: en el de la pastoral y en el de la organización. Su labor era intensa y sin pausa y su trabajo era reconocido en todos los escenarios de la Iglesia.
Pero no fueron días tranquilos; algunos expresaban molestias por su trabajo y llegaron a comprometerlo en polémicas de revuelo nacional. “Recuerdo el debate sobre los hijos extramatrimoniales, sobre los cuales decía a los sacerdotes que se debía hacer una labor intensa, para que los padres de aquellos niños legalizaran su situación y entendieran su compromiso frente a los hijos, pero me interpretaron que lo que quería decir era que no tenían derecho al bautismo, lo cual no era cierto, y me metieron en un gran problema”.
Le fue encomendado en esas épocas por el Nuncio Angelo Palma, el encargo para que fuera su asesor, y fue llamado por Pablo VI para informarlo de los asuntos del clero en el Continente. “Era el encuentro del pastor universal, con el pastorcito”, anota, agregando una sonrisa inmensa que le envuelve el rostro, y dice que fueron momentos de una enorme superioridad: “por todo lo que la personalidad de Pablo VI encarnaba en su formidable expresividad, a través de un lenguaje conmovedor y lleno de estímulo”.
Y conoció también a Juan Pablo II, de quien dice “abrió la Iglesia al mundo y a los problemas del mundo”.
El fin de su arzobispado llegó cuando cumplía 77 años; hacía dos había presentado su renuncia, pero en esos dos años de espera de la respuesta, se fue preparando para su nueva vida y pidió que lo adscribieran a una parroquia en Turbo, en la región de Urabá (Antioquia), en donde se vivía una situación de conflicto armado muy delicada, acompañada de una pobreza extrema conmovedora.
Siempre disponible
Se le presentaba un enorme contraste entre lo que había representado el manejo del poder dentro de la Iglesia y la actuación dentro de una humilde parroquia llena de necesidades. Allí alcanzó ese sueño hasta casi cumplir sus 80 años, y entonces se trasladó a Bucaramanga.
Creyó que todo lo que tenía por hacer estaba concluido y se dedicó a ejercer una tranquila labor de orientación a sacerdotes y fieles que acudían a él en busca de consejo. Se redujo a un pequeño cuarto en la institución llamada Foyer de Charité, muy cerca de Bucaramanga.
Estando en esa tranquila labor, y pisando los 84 años, recibió una llamada del Nuncio Beniamino Stella, para decirle que era la persona escogida para hacerse cargo de la diócesis de Socorro-San Gil, en donde debía acometer una labor de reorganización total. No se negó y como hombre resuelto que siempre había sido, se trasladó de inmediato para asumir el compromiso encomendado, en donde cumplió funciones por espacio de dos años.
Regresó a su habitación en el Foyer de Charité, y con su paisano, gran amigo y mecenas de todas las épocas, Gerardo Díaz Ardila, se dedicó también a atender labores sociales de especial sensibilidad.
Nuevas responsabilidades
Un día el Nuncio lo llamó para encomendarle la elaboración de un documento con destino al Papa, sobre la incidencia del narcotráfico en la sociedad colombiana, encargo que abordó con todo el cuidado de quien asume un enorme compromiso. Allí en sus conclusiones expone que la incidencia del narcotráfico es ante todo un problema político, en donde se ha establecido una prohibición, que es lo que ha hecho que el consumo se incremente, así como cuando el alcohol fue prohibido.
Pero fuera de eso está la clase política que no ha cumplido su papel, “porque no han hecho lo que han tenido que hacer” y porque han sido flexibles frente al poder del narcotráfico.
El Papa Francisco leyó ese informe y quedó muy conmovido por el análisis del autor y de inmediato llamó a preguntar por él, de quien le transmitieron toda clase de detalles sobre su personalidad, sus ejecutorias y su situación actual.
Monseñor Pimiento cree que fue esa la razón que pudo alentar al Papa para llamarlo al cardenalato.
“Una mañana comenzaron a tocarme en la puerta de mi habitación, las religiosas del Foyer de Charité, para decirme que la radio estaba diciendo que el Papa Francisco estaba pronunciando una homilía en el Vaticano y que acaba de anunciar que monseñor José de Jesús Pimiento era nombrado nuevo Cardenal”.
Dice que se sintió fastidiado por ese alboroto y que les dijo con voz enérgica que no creyeran en los chismes de la radio, porque eso esa un imposible.
Siguió trabajando en los asuntos que lo ocupaban y dos horas más tarde volvieron las hermanas para decirle que tenía una llamada urgente de Roma: era el Nuncio para confirmarle oficialmente la noticia.
“Siento que me cae una montaña encima, es un honor demasiado grande para esta edad que tengo”, le contestó a su interlocutor y dice que cayó en una gran confusión y agrega: “Es que yo, a pesar de que siempre he sido firme en mis convicciones y principios, soy una persona muy tímida desde la niñez y los honores me fatigan y me confunden”.
Esperanzado en la paz
La verdad es que los colombianos también quedamos sorprendidos de ver a un prelado ya casi olvidado, a punto de cumplir 96 años el próximo 18 de febrero, retirado de todas las funciones, que resurgiera en medio de ese anuncio al mundo entero, en una noticia que acaparó la atención de todos los medios de comunicación del planeta.
Y ahí está, radiante, con una energía contagiosa, con un optimismo, como si apenas comenzara a ejercer el curato hace 72 años y lleno de ideas sobre todas las cosas de su clero, de su país y del mundo.
¿Cual es ese secreto para ostentar esa vejez juvenil? No vacila en responder: “Una vida ordenada, metódica, con ejercicio físico todos los días y con una alimentación equilibrada”, y agrega: “El no desprenderme del trabajo, de la actividad mental permanente y del deseo de poder hacer muchas cosas más, me ha permitido permanecer actuante”.
Le pregunté qué sueños tiene, y contestó sin vacilación: “La paz de Colombia es mi gran esperanza y creo que para lograrla hay que deponer la arrogancia en la negociación y hay que decirle a la clase política que ponga su parte para acabar con la corrupción y la politiquería. Se necesitan reformas fundamentales para garantizar la seguridad de lo que viene”.
Y medita un instante, y dice: “Pienso también en la iglesia colombiana, que todavía piensa en sí misma y hay que abrirla a la comunidad, hay que vivir el evangelio con profundidad, con apertura y con vocación de servicio al mundo, para elevar y dignificar al hombre”.
Le pregunté a quien admiraba y dijo: “A nadie, porque lo grande es Dios. Yo admiro las ideas y no a los hombres”, y anota: “Aunque guardo un sentimiento de gran reconocimiento por Benedicto XVI, que supo interpretar los problemas de la Iglesia y renunciar con total libertad, para colocarlos en manos de un gran conductor para sacar adelante las reformas”.
Esta es la actuación y el pensamiento de un hombre, que a los 96 años, recibe el Capelo Cardenalicio, el noveno que se otorga a un colombiano en la historia y al que la providencia le ha otorgado el don de permanecer actuante, radiante y con el inmenso deseo de seguir haciendo cosas por su Iglesia, por su país y por el mundo. “La vida es un misterio y uno no termina nunca de conocerse porque el ser humano es grande, grande y complejo”.
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