CARLOS HERNÁNDEZ
LA PATRIA | LA DORADA
Quienes lo conocen definen a San Diego como un pueblo ubicado en un hueco. Acogedor, pero en un hueco. Como una taza. Propicio para que guerrilla y ‘paras’ se incrustaran a lado y lado, en las montañas, y se dispararan mientras los habitantes estaban en el medio.
Así lo recuerda Diana Ocampo, codirectora de lo que será la Casa de la Mujer del Magdalena Centro, organización creada este año en La Dorada y a la que se le dan los últimos retoques para que comience a operar. San Diego, corregimiento de Samaná con 5.700 habitantes, 300 kilómetros cuadrados y 32 veredas, es su pueblo natal, donde vivió hasta enero del 2002 cuando su familia no aguantó más los enfrentamientos y salieron con los corotos al hombro. No sabe qué día fue. Solo que habían pasado 24 horas de balacera y de estallido de cilindros de gas cuando los obligaron a desplazarse.
La difícil realidad indica que habían aguantado más de la cuenta. Un mes antes, precisa ella, se esparció el rumor durante una misa de que la guerrilla, el Frente 47 de las Farc, había ordenado desocupar en menos de media hora. “Decían que iban a destruir el pueblo. El agua del río ya la habían contaminado con veneno”. Su intención y la de sus allegados era acatar la orden, pero los ‘paras’ de las Auc del Magdalena Medio detuvieron a su padrastro, que se había ido hasta una finca a 18 minutos de la cabecera a recoger sus cosas. Lo obligaron a quedarse porque eso de obedecerle a los otros no se lo iban a permitir. La zozobra se prolongó.
Diana lo cuenta en La Dorada mientras saborea un helado bajo la sombrilla de una mesa, en una cafetería, en medio de la barahúnda de una tarde repleta de tráfico y bullicio. Ya casi son 10 años de aquello, tiempo que le ha permitido atemperarse para narrar la historia. Ni la voz se le quiebra ni dice malas palabras ni nada.
Una vez abandonaron San Diego sabían que venían para este sol que pega en promedio a 36 grados: “en caso de que no encontráramos dónde quedarnos sabíamos que podíamos dormir en la calle”, explica. “Además era cerca (72 kilómetros por carretera) y, entre comillas, no había grupos (así llama a los ilegales). Era más sano”.
La Dorada es el municipio caldense más al oriente, cuya historia a orillas del río Magdalena le ha significado el calificativo de puerto. Ciertamente era, para la época, “más sano” que Samaná, si con eso ella pretende significar que las escaramuzas eran escasas. Pero su pertenencia al Magdalena Medio también le hizo sufrir el terror en forma de paramilitarismo, amo y señor de la ilegalidad en esa región. Allí recomenzó la vida de Diana, la mayor de ocho hermanos (seis mujeres y dos hombres). Contaba 19 años.
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No impulsa sola el proyecto de la Casa de la mujer. El sincretismo propio de esta tierra le ha permitido esbozar la iniciativa al lado de tres compañeras también llegadas desde afuera: Edith Ramírez, nacida en Puerto Berrío (Antioquia); Nayibe Guzmán, criada en Puerto Salgar (Cundinamarca), y Ruth del Carmen Bejarano, de Quibdó (Chocó). Cada una representa una organización diferente de mujeres, por lo que todas suman 103.
Edith, casada y madre de tres hijas, dirige la asociación Maná, un grupo de 10 mujeres, siete de ellas desplazadas, que trabaja desde el 2009 en una granja de la vereda Doña Juana. Crían cerdos, pollos de engorde y gallinas ponedoras como iniciativa de emprendimiento que les ha servido para generar ingresos.
Nayibe, también casada y madre de dos hijas, encabeza un grupo llamado Mujeres Ahorradoras, de 57 integrantes, surgido de una iniciativa gubernamental que las condicionaba a ahorrar mil pesos diarios para recibir un subsidio meses más tarde con el cual comenzar, por ejemplo, a financiar una casa. Aunque reconoce que algo aprendió en las capacitaciones a las que asistió, la experiencia no le dio los frutos que esperaba. “Era tendera”, recuerda, “pero ya quebré”.
Ruth, la chocoana, es una madre de dos hijas que llegó a La Dorada desde los 12 años. “La nuestra es una raza desplazada”, se queja, así que para evitar la perpetuación de ese estigma ahora dirige la Asociación de Mujeres Cimarronas, que son unas 30 y cuentan entre sus logros la fundación del jardín infantil Casita de Chocolate. Ella se acaba de graduar como administradora pública.
Diana, la única soltera y sin hijos, a sus 29 años lidera la Asociación de Desplazadas de San Diego (Caldas) (Amosdic). Son diez mujeres que vivieron una historia similar a la suya y ahora sostienen la organización mediante la confección de sábanas en el tradicional barrio Las Ferias.
Fue en la polvorienta cancha de allí, precisamente, donde una vez llegados de su terruño los desplazados de San Diego comenzaron a reunirse, impulsados silenciosamente por la necesidad de estar cerca de alguien conocido, en medio de un contexto ajeno en el que, como era lógico, les fue difícil encajar. “Muchas familias se desintegraron. En ese revoltijo la gente no estaba acostumbrada a estar sin trabajo, por lo que se generaron problemas. Además veía circunstancias en las que la mujer era maltratada y no se hacían valer los derechos. Historias como que a mi niña la violaron o que voy a lavar y me pagan 100 mil pesos el mes…”.
Comenzó entonces a urdir un futuro con la intención de cambiar ese panorama. Primero, para sobrevivir acudió a capacitaciones en panadería y confecciones (“el pan era horrible, duro”), y con sus compañeras conformó Amosdic. Primero fueron 20, pero las prevenciones de algunos maridos recelosos, cuya hombría no podía quedar opacada por el tesón de sus mujeres, llevó a que algunas se quedaran en el intento. Hoy continúa la mitad.
En segundo lugar estuvo su formación intelectual, que comenzó con un curso de empresa y derechos humanos y luego con un diplomado en formación política. “De este último tenía que replicar lo aprendido y lo hice en la Asociación, donde salió la idea de una oficina de la mujer. Nos invitaron a participar en un concurso latinoamericano y del Caribe de incidencia política de la mujer. Llevamos el proyecto, que cambió su nombre por el de Casa, y quedó de segundo”.
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Tan distintas las cuatro, Edith, Nayibe, Ruth y Diana se reúnen constantemente, en representación de sus organizaciones, para seguir puliendo el proyecto. Ya surtieron trámites legales como el registro en la Cámara de Comercio, nombraron representante legal y están próximas a ocupar una sede. Apenas se conocieron hace un par de años en medio de tanto curso, sobre todo los ofrecidos por el Programa Desarrollo para la Paz del Magdalena Centro (PDPMC). Diana les dio a conocer la iniciativa de la casa y siguieron andando juntas.
A ojo, han hecho un diagnóstico sobre la necesidad de la Casa. “La mujer en La Dorada carece de mucha autoestima”, apunta Ruth. “Se siente desprotegida, con miedos”. Nayibe complementa: “El maltrato es algo que no estoy viviendo, pero hay otras mujeres que sí”. Edith cita un ejemplo cotidiano: “Hace unos días estaba por la Fiscalía y vi a una mujer aporreada. Es del barrio El Porvenir. Me daba pena preguntarle. Estaba llena de moretones. Finalmente me dijo: ‘mire cómo me tiene. Me tiró al piso, me dio pata y puño’”. La señora, que finalmente denunció, hablaba sobre su esposo, un drogadicto que ha acostumbrado emprenderla contra ella en medio de sus desvaríos.
En La Dorada, para poner otro ejemplo, juzgan por estos días a Ricardo Enrique González, quien en junio pasado mató a puñal a sus dos hijas de quince y nueve años, e hirió a su esposa. La tragedia ocurrió en el municipio vecino de Puerto Salgar, durante un aparente arranque de celos en el que las niñas se interpusieron para que su padre no atacara a su madre.
Las cuatro impulsoras de la Casa recuerdan este caso como una ilustración que da cuenta de la situación que se vive en la región, soportada a su vez en las cifras de la Comisaría de Familia. Allí, en promedio, este año se ha denunciado un caso de violencia intrafamiliar cada dos días, en la mayoría de los cuales las afectadas son las mujeres. Al finalizar septiembre había constancia de 131 denuncias.
También les duele que mayo, con 24 casos, y marzo, con 17, sean los meses en los que más maltrato se registra, pues es cuando, respectivamente, se festejan los días de la madre y de la mujer.
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“¿Por qué somos así?”. La pregunta se la formula César Augusto Salazar, expersonero de La Dorada, para tratar de darle una explicación de fondo a la condición de las mujeres en ese municipio, a quienes define como vulneradas, más que vulnerables.
Su argumentación comienza apelando a los ancestros: “somos descendencia de la tribu Pantágoras, que pertenecía a los Caribes. Estos fueron de los que más les dieron duro a los españoles. Nuestro carácter obedece a esa sangre que llevamos dentro”.
De ahí el exfuncionario salta a la violencia contemporánea: “vimos cómo mientras unos hermanos y padres ingresaron a grupos al margen de la ley, otros eran víctimas de esas filas. Eso originó que muchas niñas crecieran sin padre y sin hermanos, y cuando en un hogar hace falta la figura paterna comienza a faltar un equilibrio natural de la familia y a generarse problemas, más cuando esos espacios, en algunos casos, los ocupan terceros”.
Teresa Gómez, la Comisaria de Familia, explica que influyen factores como el económico, pues hay hombres que se embriagan y maltratan a sus esposas afectados por la falta de empleo y por no tener con qué llevar sustento a la casa.
La vulnerabilidad también aumenta ante la incapacidad del Estado para frenar este fenómeno, y ante la poca efectividad de las estrategias. Sobre el primer punto da cuenta la Comisaria de Familia, quien se queja por la falta de, al menos, un profesional en salud mental que apoye sus funciones. En la dependencia trabajan ella, una psicóloga, una trabajadora social, una secretaria y un escribiente, a pesar de que La Dorada es el segundo municipio más poblado de Caldas, con unos 80 mil habitantes.
El expersonero, para ilustrar la inocuidad de las estrategias, indica que, aunque es posible que se cumplan, por ejemplo, los objetivos de equidad de género incluidos en los planes de desarrollo, los resultados no se palpan en la calle. Este año han llegado a su despacho unas tres mil personas a reclamar por la violación de, al menos, un derecho; y la mayoría, insiste, han sido mujeres.
Ante esta realidad, las directoras de la Casa se han planteado varias premisas: pretenden ser un puente, una especie de bisagra entre las mujeres que buscan ayuda y las instituciones que están obligadas a brindarla. “No atenderemos los casos”, aclara Diana. “Orientaremos y haremos seguimiento. Uno se sentaría a pensar que esto le correspondería a zutanito o peranito, pero seguiría pasando lo mismo. Entonces, si no iniciamos nosotros, ¿quién?”
Por eso Nayibe y Diana viajaron recientemente a Bogotá para conocer experiencias de las casas de la mujer que ha implementado la Alcaldía de esa ciudad, y regresaron con ideas más sólidas. Edith anda la calle con una carpeta llena de documentos en los que estudia la Ley 1257 del 2008, que reglamenta la no violencia contra la mujer. A Ruth, aunque le parece complicado que “todo el mundo quiera contar sus problemas”, no ve imposible sacar adelante el proyecto.
A sus compañeros, eso sí, ya los tienen a raya. Los persuadieron con su nuevo discurso, como cuenta Éver, el esposo de Edith, a modo de chiste: “es que a uno ya lo amenazan con la 1257”. Nayibe, directa, fuerte, hace entender que “cuando la mujer comienza a salir, a viajar, a ir a reuniones, el hombre comienza a quejarse de que uno esté a toda hora en la calle, pero hay que decirle: ‘vea, es que esta es la causa’”.
Tal actitud, que se les ha inoculado paulatinamente, refleja que su proyecto de vida se ha convertido en una compleja urdimbre que se sale de todo convencionalismo pueblerino. Ya ninguna piensa simplemente en mantenerse en la casa con los hijos mientras llega su esposo para servirle la comida caliente. Jenny Gómez, politóloga, asesora del PDP y acompañante de las asociaciones que cada una lidera, piensa que esta es la manera de demostrarse a sí mismas que pueden alcanzar un logro de grandes dimensiones, que trasciende los pollos de Edith, el jardín infantil de Ruth, la cultura del ahorro de Nayibe o las sábanas de Diana.
Es por eso que ella, Diana, cree firmemente que el camino recorrido hacia la Casa de la mujer, aún sin haber entrado a funcionar oficialmente, aún sin sede, ha significado una ganancia para sus más de cien compañeras, y de otras más: “aparte de las cuatro organizaciones hay lideresas en otros municipios de la región que se han empoderado, que han hecho marchas. El proceso de la casa, para mí, es que ellas sean conscientes de sus derechos, porque todo eso se hace en busca de una paz, de una felicidad. Más que un espacio físico, la casa para mí es cada persona, cada mujer. Por eso digo que empezó hace rato”.
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